Fabiana Rousseaux es psicoanalista y coordinadora de Territorios Clínicos de la Memoria. Fundó y dirigió el Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos «Dr. Fernando Ulloa» de la Secretaría de Derechos Humanos de Nación hasta 2014. Creó un equipo a nivel nacional que acompañó a las víctimas-testigo en los juicios que se llevaron adelante en todo el país, y fue testigo de concepto en varios de esos procesos para dar cuenta de las marcas y los daños que los delitos de lesa humanidad provocan aún en la actualidad. La semana pasada fue mencionada por el abogado particular Carlos Reig en las audiencias finales de los alegatos de la megacausa en los que defiende al ex policía Antonio Indalecio Garro, acusado por las privaciones de la libertad y torturas padecidas por Pablo Seydell, Francisco Amaya y Matías Moretti en 1976, en el centro clandestino que funcionó en la comisaría Séptima de Godoy Cruz, durante el tramo inaugural de sus secuestros y posteriores traslados. A tono con el clima político, Reig pidió la nulidad del juicio, consideró prescriptos a los crímenes y, entre otros ataques, apuntó que “el problema” de las víctimas-testigos “viene de la mano de todo un movimiento jurídico que habla de redescubrimiento de la víctima”, que “aparece como transfigurada como una forma de limitar las garantías de los procesados”, con una “serie de atributos nefastos con consecuencias a la hora de valorar sus dichos”, y debido al “heroicismo con que se los diferencia por luchar contra la impunidad”. Todo ello con el presunto fin de “condenar inocentes y conseguir una verdad de bajísima calidad”, según señaló mientras desacreditaba a víctimas y especialistas en la materia. Rousseaux accedió a una entrevista que derivó de puño y letra en el siguiente texto.
El alegato del defensor de la Policía Provincial, Carlos Reig, no puede leerse sin el contexto de lo que está sucediendo en el país desde que asumió el gobierno de Macri, porque su alegato y el de muchxs abogadxs defensores constituyen una parte esencial y sistemática del descrédito que pretende imponerse sobre la figura de las víctimas del terrorismo de Estado.
Ello se debe a varias razones, una de ellas es que ya demostrado en la Causa 13 -o el llamado Juicio a las Juntas- que existió terrorismo de Estado en la Argentina, o sea que se trató de crímenes de lesa humanidad, y por lo tanto ofenden no sólo a quienes fueron víctimas directas de esos hechos atroces, sino a la humanidad en su conjunto, y habiendo quedado claro a través de la justicia quiénes fueron los responsables de esos crímenes en masa. Los argumentos que se han desplegado a lo largo de todos estos años de juzgamiento en el país, por parte de muchos defensores, han estado centrados en gran medida en el ataque y desestimación de la validez de los testimonios.
No obstante ello, en este momento donde se han traspasado todas las fronteras y la justicia claramente está jugando un papel preponderante en los intentos de impunidad -veamos lo que ocurrió la semana pasada con el intento del 2×1-, los microdiscursos de los defensores en cada audiencia, en cada juicio, reflotan con más ímpetu la estrategia de esa descalificación, excediendo en muchos casos la exigencia de defensa técnica para quedar instalados en una franca defensa de los crímenes de lesa humanidad.
No veo otro modo de interpretar semejante negacionismo en las palabras del defensor Reig, cuando directamente niega el hecho de que el Estado haya sido el responsable de los hechos que allí se juzgan y provoca un discurso que anula esa responsabilidad, aludiendo a la paridad, a la igualdad de una persona con un Estado, rebajando los delitos de genocidio a la calificación de delitos comunes, tratando de instituir una simetría entre lo acontecido desde la estructura estatal -donde debe asumirse la protección de derechos de los ciudadanos- y un hecho criminal común, desestimando y tirando por la borda todos los tratados internacionales que comprenden estos delitos dentro de las diversas legislaciones vigentes.
Es como si ese defensor dijera “a mi esa ley internacional no me toca, la desconozco, no es válida”, y eso nos interna en un problema muy complejo que es estar ya en el campo de desestimación de las leyes existentes. Todos sabemos que a pesar de haberse llevado a cabo estos juicios con tribunales ordinarios, los tratados de derecho internacional de los derechos humanos, a los que suscribe nuestro país, están en vigencia.
Tengo entendido que en este debate se llegó a autorizar a un imputado -el ex juez federal Rolando Evaristo Carrizo- a seguir las audiencias por videoconferencia, dado que invocó “stress derivado de la situación de juicio”. Eso da cuenta de la magnitud del discurso que prevalece en ese juicio y el intento de valorar en ese acto, la similitud o aún peor, indiferenciación entre las consecuencias emocionales de torturar y ser torturado, de participar de una estructura estatal criminal o ser víctima directa de ella.
Cuando se plantea la excepcionalidad para el tratamiento a las víctimas-testigo de delitos de lesa humanidad, se está poniendo en evidencia que no son equiparables ni las responsabilidades -como se pretende sostener por todas las vías que invocan la teoría de los dos demonios- ni los efectos psicológicos y físicos que producen daños imprescriptibles porque los delitos de los que fueron víctimas quienes padecieron estos tratos crueles, inhumanos y degradantes, son imprescriptibles. Tampoco se puede entender la igualdad “a secas” debido a que la igualdad en derecho se produce a partir del reconocimiento de las diferencias y eso garantiza un proceso igualitario. De lo contrario, la igualdad termina siendo sólo una vía para la impunidad.
¿Cuál es el límite de la defensa hacia alguien que cometió delitos en el marco del terrorismo de Estado? Si un defensor excede la defensa técnica y defiende la ideología que llevó adelante esos crímenes, ¿no está cometiendo una apología de ese crimen? Estas preguntas han suscitado arduos debates durante estos años y no hay que perderlas de vista.
Ahora bien, todos sabemos que los testimonios son parte esencial del universo probatorio y que el Estado no escribió sus crímenes ni entregó información, ni investigó hasta hace pocos años atrás, cuando se articularon áreas del Estado nacional para organizar los datos y pruebas que los sobrevivientes y sus familiares habían recabado en la más absoluta soledad institucional. Esto lo vemos día a día, audiencia tras audiencia, en cada juicio que se desarrolla en el país. Fueron ellos y ellas quienes -hasta el día de hoy y luego de cuatro décadas- impulsan esas investigaciones.
Por otra parte, hasta los propios familiares directos -incluso hijos e hijas como supimos esta semana- han calificado las conductas de sus parientes involucrados con los dispositivos concentracionarios como “genocidas” o “torturadores”, tal como sucedió con la hija de Etchecolatz.
Esta idea de Reig de que el Testigo-víctima mencionado en mis trabajos está vinculado con un movimiento que habla del “redescubrimiento de la víctima”, parece desconocer todo el campo reparatorio que el Estado está obligado a ofrecer a quienes sufrieron esas atrocidades, dado que se ha desarrollado en los últimos años a nivel internacional un amplio consenso establecido a través de Protocolos y Tratados que se refieren a las obligaciones de los Estados democráticos. Y lo reparatorio acá no es sólo el aspecto indemnizatorio, sino también -y muy especialmente- la posibilidad de llegar a la justicia y que se juzgue a los responsables, además de otras medidas de índole simbólica.
No es que los valores morales de las víctimas del terrorismo de Estado sean superiores al resto de otras víctimas, porque en un juicio de estas características no se juzga semejante cosa, sino que frente a los perpetradores no hay ninguna duda de quién es la víctima.
Respecto del deber memorístico aludido en el alegato, se trata de una promesa que muchos de ellxs han realizado a sus compañerxs y eso aprisiona también de modo imprescriptible cualquier construcción ética, no moral.