17-05-2024 | Por primera vez en juicio oral, declaró Daniel Sendra, secuestrado en noviembre de 1975 y trasladado a dependencias policiales y militares. Cercano a la militancia cristiana, considera que una “inesperada popularidad” en una asamblea lo puso en la mira de la persecución. La próxima audiencia es el 31 de mayo a las 8:30.
Para la 20.a audiencia de este proceso, se esperaban dos testigos, pero uno de ellos, Víctor Tagarelli, estaba enfermo y no pudo presentarse. Aunque ya había relatado su derrotero en la etapa de instrucción de este debate, Daniel Sendra declaró por primera vez en juicio oral y público. Pudo contar por primera vez frente a un tribunal lo que sufrió hace casi 50 años, cuando tenía 19 y fue secuestrado de su casa en San José, Guaymallén, a fines de noviembre del 75.
Estudiaba Medicina en la Universidad Nacional de Cuyo y no pertenecía a ningún partido político. Si se acercó a la militancia fue a la cristiana, a través de un grupo católico en el que participaba. Pero su participación en una asamblea universitaria en donde cuestionaban al profesor de Histología Mario Burgos por recibir financiamiento de Rockefeller para un proyecto de control de la natalidad le valió “una inesperada y no deseada popularidad”. Desde ahí, lo empezaron a convocar compañeros para que participara del centro de estudiantes, hasta que terminó integrando como candidato a vicepresidente la lista de la izquierda, encabezada por la Tupac (Tendencia Universitaria Popular Antiimperialista Combativa).
En ese frente no había gente cercana a ninguna fracción cristiana y hasta un docente se sorprendió al ver su nombre en los carteles. Enfrentaban a la derecha peronista. “Perdimos las elecciones con todo éxito”, rio, y siguió ocupándose de su buen desempeño académico. Esa misma popularidad es la que, estima, debe haberlo puesto en la lupa de la inteligencia militar y policial. Con el rector interventor lo echaron y no pudo seguir estudiando, pero antes lo secuestraron.
El principio del cautiverio
“Yo no fui detenido, fui secuestrado de mi hogar”, aclaró para introducir el derrotero de su cautiverio. Fue a fines de noviembre de 1975, un domingo alrededor de las 4 a.m. Vivía con su madre y su hermano porque su padre había muerto en el 73. Tras sentir golpes en la puerta, se levantó con su hermano, abrieron y entraron violentamente muchas personas con armas, vestidas de civil, pero con un Falcon con los colores de la Policía estacionado. “En mi vida voy a tener nada marca Ford… por lo que significó esa noche para mí”, lamentó. Sabía de la actuación de comandos paraestatales, de los asesinatos en el piedemonte y demás. Pero también sabía que lo que le estaba pasando “era institucional, no era aislado” y volvió a referir a ese vehículo policial.
Les preguntaron los nombres, les vendaron los ojos y les ataron las manos a la espalda. Los pusieron contra la pared y les hicieron muchas preguntas. No sabe en el caso de su hermano, pero a él lo amarraron con alambres que le dejaron puestos unos tres días y estaban tan apretados que los dedos, hinchados, se tocaban incluso estando extendidos. “¿Por qué tanto jaleo por mí? —se preguntó—. Yo era un donnadie”.
Tenían una vida muy modesta. De hecho le atribuye la muerte de su padre a la angustia por la situación económica y los problemas en el negocio. Pero los secuestradores igual arrasaron con las pertenencias de la casa: se llevaron todas las fotografías, la documentación y hasta el último centavo que encontraron. En pijama y descalzó, lo arrojaron al piso del Falcon. Salieron a contramano por la calle Godoy Cruz y después tomaron O’Brien. A pesar de la venda en los ojos, podía reconocer los destellos de los faroles en cada esquina.
Por una casualidad —o causalidad, afirma— supo a dónde lo llevaron. Era la dependencia de Infantería de la Policía, ubicada sobre calle Rodríguez, de Ciudad, al lado del cuerpo de Bomberos. Lo sabía porque dos o tres semanas atrás había jugado allí un partido de fútbol con el grupo cristiano al que pertenecía y reconoció, incluso vendado, el suelo adoquinado. En las mismas condiciones en que fue sacado de su vivienda, atado y descalzo, lo pusieron contra la pared y le pegaron piñas por la espalda, especialmente a la altura de los riñones. Uno de esos golpes lo dejó sin aire.
Escuchaba que eran muchas las personas en su situación, interrogada y detenida allí. Lo tuvieron parado dos días, sin siquiera llevarlo a un baño, con golpizas permanentes. No sabe en qué momento, pero se durmió así. Le preguntaban por sus actividades sociales en el barrio San Martín, donde se relacionaba con curas “que no pertenecían a la casta de la iglesia”, y se refirió particularmente al sacerdote Rogelio Urquiza. Lo cierto es que él, con el tiempo, dejó de pertenecer a la Iglesia Católica. Fue cuando a las Madres de Plaza de Mayo les cerraran la puerta de la Catedral al preguntar por sus hijas e hijos. “Sí he mantenido mi fe en Cristo. Él me representa”, manifestó.
Estuvo dos o tres días en esas condiciones y un mediodía de sol y mucho calor lo arrojaron a la caja de un camión militar. Cayó de cara. Luego de pasearlos un largo rato, los dejaron en la Compañía de Comunicaciones de Montaña VIII.
La Compañía de Comunicaciones
Otra causalidad hizo que Daniel Sendra supiera donde estaba. Su hermano había hecho el servicio militar en la Compañía y como varias veces lo habían encerrado en el calabozo, él mismo le llevaba comida que acercaba en auto hasta la guardia. Allí, un hombre le sacó los alambres de las muñecas y manos, le hizo curaciones, lo asistió y le dio agua y comida. “Nunca en mi vida he visto algo como lo que te está pasando”, dijo el desconocido por el estado en el que estaba Daniel.
Esa misma noche lo llevaron a otra dependencia de la Compañía, en un recinto cercano, lo sentaron y, con los ojos vendados y las manos atadas —más suavemente— en la espalda, le hicieron muchísimas preguntas. Tenían mucha información. El interrogatorio era sobre su padre, el negocio, su actividad estudiantil, su militancia, sus compañeros de la facultad. Eran “preguntas muy curiosas —dijo— en tono militar, muy imperativo”. Querían saber su opinión sobre el Comando Moralizador Pío XII, un grupo parapolicial que atacaba a mujeres en prostitución, las golpeaba y cometía todo tipo de vejámenes, recordó. “Eran acosadas por esa organización”, subrayó.
Al finalizar el interrogatorio, le soltaron las manos de la espalda y se las ataron a los tobillos. Las curaciones iniciales se arruinaron, quedó doblado sobre sí mismo, desnudo. Entre los tobillos pasaron una barra y lo colgaron. “Hubiera querido pesar lo que pesa una pluma”, recordó con dolor. Los hombres solo lo contemplaban. Todo el peso de su cuerpo en ese palo le resultaba insoportable, a punto tal que se desmayó del dolor. Cuando recobró el conocimiento lo estaban desatando y lo devolvieron a la cama donde estuvo inicialmente. Recordó que silbaba canciones e intentaba recordar teoremas para distraerse de tanto dolor.
En la Compañía de Comunicaciones fue sometido a múltiples simulacros de fusilamiento: “Yo he tenido una pistola apoyada en la cabeza muchas veces. Hoy es fácil decirlo, pero percibiendo la inminencia del disparo es muy diferente”.
La Penitenciaría de Mendoza
Posteriormente, Daniel Sendra fue trasladado a la Penitenciaría de Mendoza, donde se vio forzado a vivir bajo un régimen que denominaban “22 por 2”: 22 de las 24 horas del día encerrado en soledad. Recién al segundo día de detención carcelaria, Daniel vino a escuchar de boca de un oficial que él estaba a disposición del PEN (Poder Ejecutivo Nacional) bajo la ley 20840. Su mayor preocupación en esos días era hacerle llegar a su familia noticias suyas. Esto solo pudo cumplirse gracias a la asistencia de un amigo con quien compartió detención que se comprometió, una vez liberado, a informar a la familia Sendra sobre la situación de Daniel.
De su paso por la cárcel de Mendoza, Daniel Sendra recordó a Víctor Tagarelli —quien no pudo declarar hoy por enfermedad— y a Pablo Ariza.
Breve paso por el D2
En el último tramo de su testimonio, y respondiendo a varias de las preguntas de la fiscalía, Daniel Sendra profundizó sobre su visita al D2. Contó que en diciembre de 1975, antes de Navidad, lo llamaron una tarde y le pidieron que se pusiera “presentable”. Lo sacaron, luego, de la penitenciaría y lo subieron a una camioneta Ford de doble cabina, en donde lo condujeron —tirado en el piso que ardía y lo quemaba por el contacto con un defectuoso caño de escape— al D2. Durante todo el trayecto, tres guardias sentados lo pisaban con borceguíes para hacerle presión contra ese suelo caliente.
De esta instancia de su detención, Daniel recordó que lo bajaron en un patio lindero, que había ripio y que lo ingresaron por una parte lateral con todos los requerimientos habituales: sin mirar a nadie y con la vista apuntando al suelo. Recuerda haber estado a nivel de planta baja, no haber subido a un piso superior ni haber bajado a uno inferior. En el D2, le tomaron una fotografía y las huellas dactilares y lo devolvieron a la camioneta que lo llevó nuevamente a la Penitenciaría de Mendoza, donde continuaría su detención. Daniel explicó, respondiendo a nuevas preguntas de la fiscalía, que supo que era el D2 esta dependencia porque, en el intento de recuperar su documentación robada durante su secuestro, fue a buscar allí su cédula provincial.
Sendra también recordó otra visita al comando militar, ubicado en calle 9 de julio, en la que le realizó un interrogatorio el mayor Gomez Saá, jefe de la Compañía de Esquiadores Tte. Primero Ibáñez. Las preguntas estaban relacionadas a una supuesta pertenencia suya a una organización armada, en la que era la cabeza de una célula terrorista. Le preguntaron por su supuesto desempeño militar y también si había convocado a compañeros de la universidad para eventuales acciones militares. Cuando contó al mayor su pertenencia al credo católico y su visión del cristianismo como un suceso social vivo, este le pidió nombres de personas que pudieran avalar su pertenencia. Regresó a la Penitenciaría y en marzo de 1976, tres días antes del golpe de Estado, recuperó su libertad.
La defensa, en tanto, tomó la palabra para revisar algunos momentos particulares del testimonio de Sendra. Uno de ellos fue su declaración sobre Luis «el Chino» Moriña, la cual presentaba alguna diferencia con respecto a la realizada en la etapa indagatoria, aclarada por Daniel. Dijo recordar su voz de su paso por Infantería. La fiscalía, por su parte, realizó un pedido para que se le haga un llamado de atención al acusado Adolfo José Siniscalchi por una actitud perturbatoria para los testigos víctimas, mientras que la defensa realizó un pedido por el prontuario policial de Daniel Sendra, el cual no está en posesión de la fiscalía, según comentó después el fiscal Rodríguez Infante.
La posibilidad de declarar
Daniel Sendra se tomó un instante en la declaración para recordar a Antonio Di Benedetto, subdirector del diario Los Andes que no tenía militancia política alguna, pero se las arregló para publicar en el periódico los nombres de alrededor de treinta personas secuestradas por esos días. “Ese hombre le salvó la vida a mucha gente”, dijo el testigo. No a todos, porque también sabe que su compañero, Luis Moriña, no sobrevivió a las torturas en la primera dependencia. “Pedir un médico para saber cuánto más puede soportar una víctima es deshonrar la profesión”, afirmó al recordar lo sucedido.
El testigo también aprovechó su primera declaración en juicio para pensar en voz alta sobre lo sucedido. Reflexionó sobre Jorge Rafael Videla, cuya mente perversa dejó consecuencias gravísimas en algunas personas en particular y en la población en general. “Creo que Videla ni siquiera debe haber ido a parar al infierno; debe haberse volatilizado”, aseguró con profunda fe cristiana. Pero también reconoció a las mujeres y hombres del derecho que hoy, en esa sala de Justicia, están honrando la verdad.
La próxima audiencia fue pactada para el viernes 31 de mayo a las 8:30.