14-06-2024 | Declararon Silvia Minto y Daniel Pina, parte del numeroso grupo secuestrado en noviembre de 1975. Al parecer, la mujer no fue llevada al D2 y por eso no es víctima de este juicio, pero su marido y sus compañeros, sí. Por su parte, el hombre es uno de los que escuchó a Luis Moriña morir en la tortura. La próxima audiencia es el 28 de junio a las 9:30.
La audiencia se desarrolló de mañana, a pesar que en el último encuentro el juez había advertido que sería a partir de las 15:00. De manera presencial declaró Silvia Minto, quien contó su secuestro en noviembre del 75, su posterior detención legalizada y su liberación en junio del 77. Ella no es víctima directa del juicio porque, al parecer, no habría pasado por el D2, estructura que se juzga en el actual debate. Y de manera remota, por videollamada, declaró Daniel Pina, quien fue trasladado por distintas dependencias policiales —incluido el D2— y militares.
Del secuestro en un lugar sin identificar a las dependencias de las fuerzas
Silvia María Minto fue la primera testigo de la jornada y también es la primera vez que declara en juicio. En el 75 era una joven estudiante de Derecho en la Universidad de Mendoza y militaba en la Tupac (Tendencia Universitaria Popular Antiimperialista Combativa), junto con su compañero de entonces y actual marido, Daniel Tagarelli. Recuerda que en ese entonces se organizaban para crear una facultad estatal de Derecho y habían logrado hacer una prueba piloto en un espacio de la calle Mitre, con estudiantes de la privada y docentes ad honorem.
Alrededor de las 5:30 de la madrugada del 20 o 22 de noviembre de 1975, fue secuestrada encapuchada de la casa donde vivía. Hasta entonces, había estado intentando localizar a Daniel, aunque no sospechaba que lo hubieran detenido. De aquella noche no recuerda mucho más que un gran estruendo. Tampoco si las personas que se la llevaron estaban uniformadas, pero en el vecindario dijeron que los secuestradores habían llegado en camiones del Ejército. La trasladaron a un lugar desconocido, que nunca pudo identificar. Solo recuerda que estaba alejado, tenía piso de ripio y parecía una casona vieja, por la mampara que alcanzó a ver. Allí estuvo tres días, estima, aunque perdió la noción del tiempo.
Posteriormente fue arrojada en una dependencia militar de la calle Boulogne Sur Mer, probablemente la VIII Brigada, aseguró por comentarios de compañeros. Ella podía escuchar el trolebús que pasaba. Allí —y quizás también en el lugar anterior, aunque no pudo precisar— recuerda haber compartido cautiverio con otra mujer llamada, probablemente, Estela Abraham, a quien nunca volvió a ver.
Esa dependencia de Boulogne Sur Mer tenía grandes dimensiones y Silvia estaba en una habitación más chica, atada a una cama. Atravesaban todo el lugar para ir al baño, que tenía unos piletones para bañarse también. Daniel supo que estaba allí porque reconoció su tos nerviosa y un guardia “más humano” les permitió juntarse y que hablaran tres minutos, siempre con las vendas puestas. De ese lugar recordó cautivos a su cuñado, Víctor, y a Daniel Pina. También allí le pareció escuchar al Chino Moriña —compañero de la Tupac— que decía incoherencias, como si fuera un niño.
Tanto en este predio militar como en el primer lugar desconocido fue abusada sexualmente —aunque no sufrió violaciones, aclaró—, torturada con submarino seco y picana, y violentada psicológicamente. Le preguntaban dónde estaban las armas, si habían puesto una bomba y por el paradero de su concuñada, pareja de Víctor. Fue aquí donde aclaró que no la interrogaron por la Tupac ni por los intentos de crear una facultad estatal de Derecho.
Alrededor de una semana después fue llevada a la Penitenciaría Provincial, donde legalizaron su detención, y avanzado 1976, a la cárcel de Devoto, a donde concentraron a las presas políticas de la dictadura. Cuando estaban por desocuparla, Silvia Minto le preguntó a la fiscalía, esperanzada por una respuesta que no ha encontrado en casi cincuenta años: “¿Ustedes no saben cuál fue el primer lugar donde yo estuve?”. El fiscal respondió negativamente y ella, resignada, se despidió: “Ya no importa, han pasado tantos años”.
Torturas, simulacro de fusilamiento y asesinato en el circuito represivo
El 22 de noviembre de 1975, pocos días después de que Ítalo Lúder firmara los decretos de aniquilamiento, Daniel Pina era un joven estudiante de Medicina que militaba en la Tupac. Era vicedirector del Consejo Provincial de Centros y Minorías, organización provincial homóloga de la Federación Universitaria Argentina, y trabajaba en la empresa Nutrihogar, que se dedicaba a la venta de baterías de cocina.
Ese sábado de noviembre, sin embargo, la cotidianeidad de su vida se vio trastornada por completo. En el marco de un operativo en el que fueron secuestradas 26 personas en la Ciudad de Mendoza, Daniel Pina fue sacado de la casa en la que convivía con su familia e introducido en un circuito de torturas y maltratos que terminaría un par de años después en la lejana Unidad Penal n.° 9 de La Plata. El día de su secuestro, un grupo de personas encapuchadas ingresó en su casa, rompió la puerta, encerró en el baño a sus padres, a su hermano y a su cuñada embarazada, robó todo lo que pudieron encontrar —dinero, joyas, vajilla— y se lo llevó a él, vendado y atado de manos.
Así, Daniel fue trasladado en el piso de un Dodge Polara verde, con el cañón de un arma apoyado sobre su oreja. Tras varios movimientos distractores, cuenta Daniel, llegaron a la casa de un compañero de la facultad, Luis Rodolfo Moriña, a quien colocaron en el baúl antes de continuar viaje. En medio de la incertidumbre —los secuestradores nunca se identificaron—, los bajaron del auto y Daniel pisó tierra, por lo que imaginó que estaban en una zona de la precordillera y que iban a terminar con su vida. Al negarse a caminar, los hombres reconocieron sus dudas y le espetaron: “No, tarado, todavía no te vamos a matar”.
Entraron, luego, al edificio, donde reconoció un olor familiar. Era el mismo olor a goma que había sentido unos días antes cuando fue a renovar su cédula en el Palacio Policial. Allí, atado de manos y tirado en el piso, le pusieron algodón sobre los ojos, encima una venda y, arriba de todo, una capucha. En esas condiciones, empezó a escuchar el nombre de otros secuestrados: Daniel Tagarelli y su pareja, Victor Tagarelli, los hermanos Ariza, el periodista Bonardell, los hermanos Julio y Joaquín Rojas, Raúl Saal —cuñado de Ariza— y una pareja de padre e hijo de apellido Hoffmann. Los tiraron en lo que ya liberado reconoció que eran los calabozos del D2 y les tomaron los datos con máquina de escribir. Para Daniel, todos estaban involucrados: los secuestradores seguro, pero también las personas que colaboraban en ese lugar.
Durante los primeros 5 días, vivió un período de “ablande”. Le daban muy poca agua para tomar y tenía que, en general, orinarse encima mientras seguía tirado en el piso. Además, durante un tiempo que no puede precisar —una, dos, tres o cuatro horas—, era golpeado. Al quinto día comenzó la picana, “una picana muy intensa”, comenta Daniel. Fue en medio de una de estas sesiones en la que pudo reconocer una voz entre los torturadores.
Al momento de su secuestro, Pina trabajaba en una empresa que vendía baterías de cocina. En ella, uno de los gerentes era un porteño de voz carrasposa y particular llamado Osvaldo Daniel Calegari. Calegari era, además, miembro de la Policía Federal Argentina —“si no recuerdo mal, sargento”—. Como su superior en la empresa, Calegari siempre le recalcaba a Daniel que él no era comerciante, era viajante. Así, cuando en medio de la tortura, él reconoció esta voz carraposa y porteña, imaginó que podía ser su superior. Y, más tarde, cuando lo interrogaban por su trabajo de comerciante y este porteño le espetó que él, en realidad, era un viajante, Daniel confirmó su sospecha.
Tras cinco o seis días en estas condiciones, fue trasladado junto con otros secuestrados a la Comisaría 7 de Godoy Cruz y luego a una dependencia militar. Allí, lo mantuvieron varios días tirado sobre camas sin colchón. En un momento en el que lo llevaron al baño de la cuadra, pudo levantarse la venda y ver por la ventana las dependencias de Vialidad, por lo que entendió que estaba en la Compañía de Comunicaciones de Montaña 8, ubicada en Avenida Boulogne Sur Mer.
A los trece días, aproximadamente, trasladaron a un gran número de detenidos hacia el penal, pero Oscar Koltes, Luis Arra, el Chino Moriña y él, se quedaron en la dependencia militar para un “tratamiento especial”. Este tratamiento consistía de visitas diarias —como mínimo una por día— en las que un grupo de interrogadores les aplicaba la picana y los torturaba. Lo que más sufrió Pina fue un tipo de colgada en el que le pasaban un palo por debajo de las rodillas, le flexionaban los pies y le ataban las manos a los tobillos, para luego colgarlo así plegado durante unas horas. Además, le hicieron submarino seco y el “teléfono”, en el que le golpeaban al mismo tiempo ambos oídos. La picana solo se la aplicó la guardia militar porque había quedado ahí y querían divertirse, dice Daniel.
Veinte días después, las cuatro víctimas del “tratamiento especial” fueron trasladadas a un lugar que cree pudo haber sido Campo Los Andes, aunque quizás fue otra zona del piedemonte. En ese sitio, Pina recuerda cómo se escuchaban los alaridos de Moriña producto de la picana, el cese de los alaridos y los movimientos apresurados que se sucedieron, ruidos de zapatos pesados tipo borceguí y gritos que pedían por un médico. Entiende que ahí, en medio de la tortura, fue que Luis Moriña murió y se convirtió en un desaparecido.
Después de ocurrido esto, Daniel recuerda que, en un momento, sacaron a los tres que quedaban vivos en un camión Unimog hacia lo que parecía ser una cabaña con pisos de madera en la montaña. Allí, pasaron la noche tirados sobre un elástico de cama y al día siguiente les realizaron un simulacro de fusilamiento. Uno por uno los sacaron a la rastra del lugar y, en medio de un accionar muy teatralizado, dispararon. Daniel fue el último y cree que los balazos deben haber ido a parar a las ventanas. Los torturadores ya no solo buscaban quebrar su físico, ahora también querían hacerlo con su cabeza.
Al día siguiente del simulacro, a Pina lo llevaron a la Compañía de Comandos y Servicios, donde permaneció uno o dos días. Finalmente lo trasladaron a la Penitenciaría de Mendoza en el piso de una camioneta Dodge, en la que los policías provinciales lo quemaban con cigarrillos. En el penal, donde se reencontró con Koltes y Arra, la guardia externa le propinó otra golpiza y lo llevó al pabellón donde quedaría alojado. Recién entonces le sacaron la venda y lo desataron.
Tras más de veinte días vendado y atado, Daniel admite que casi se cae al intentar andar de nuevo por su cuenta. De su estadía en el penal, recordó un hecho ocurrido el 26 de julio de 1976, en el que integrantes del Ejército entraron con fusiles FAL y con granadas ENERGA, bajaron a todos los presos políticos, los desnudaron en medio del frío invierno y les empezaron a pegar culatazos en una “demostración de valor”, ironiza Pina. Luego, sería interrogado y torturado dos veces más —en la peluquería de la penitenciaría— la primera vez solo con golpes y la segunda con picana mientras lo mantenían colgado con cadenas del techo.
Un par de días después, Daniel fue trasladado junto a un gran número de detenidos a la base aérea de Mendoza. Desde allí, fue llevado en un avión Hércules a la Unidad Penal n° 9 de La Plata, donde estuvo detenido un año más. Recién en abril de 1977, un juez lo entrevistó para informarle de una causa en la que se lo acusaba de ser miembro del Partido Comunista, de Vanguardia Comunista, del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), de Tupac, de Montoneros y de Juventudes Políticas Argentinas. “Obviamente, me sobreseyeron”, agrega Pina, quien en ese momento aprovechó la oportunidad para denunciar el asesinato de Moriña. Sin embargo, quien oficiaba de fiscal —y le correspondía investigar— era Otilio Romano y nunca investigó, sentencia.
La próxima audiencia fue pactada para el 28 de junio a las 9:30 horas.