José Lozano declara en juicio

AUDIENCIA 23 / “EL PROPÓSITO ERA DESTRUIRNOS”

28-06-2024  | Declararon José Heriberto Lozano, quien viajó desde Neuquén, y Ricardo D’Amico, por videollamada desde Córdoba. Los dos fueron secuestrados en 1975 y alojados en el D2. La próxima audiencia será después de la feria judicial, el 26 de julio a las 9:30.

En diciembre de 1975, José Heriberto Lozano —Pepe, para su entorno— tenía 28 años, había estudiado Ciencias Políticas y trabajaba en el Banco de Previsión Social, en Mendoza. Estaba recién casado con Laura Botella, abogada de profesión, y volvían a Mendoza de San Rafael, de donde era oriunda la familia Lozano, a buscar los regalos de su boda y a su sobrino de 17 años —Osvaldo José Jara— que viajaría con ellos para realizarse la revisación médica previa a su ingreso al servicio militar. Así las cosas, a la salida de San Rafael, mientras José buscaba un médico por un dolor de ciático, Laura y su sobrino pararon en una estación de servicio. Al regresar Pepe al auto, se encontró con que su mujer y su sobrino ya no estaban.

Inició, entonces, su búsqueda. Preguntó si alguien sabía a dónde se habían ido y un trabajador de ahí le dijo que creía que la policía se los había llevado, por lo que José se dirigió a la comisaría más cercana, donde nadie le brindó información. Continuó buscando y llegó a otra comisaría donde, mientras consultaba por el paradero de sus familiares, José fue detenido. En esa situación permaneció hasta la madrugada del día siguiente, cuando lo juntaron con su sobrino y, en un patrullero conducido por un oficial que había sido amigo suyo de la infancia, los trasladaron hacia Mendoza.

Laura, por su parte, después de ser detenida, fue llevada ante un tribunal. Tras contestar las preguntas que le realizaron, fue informada de que la iban a liberar. Llamaron a la madre de José para que firmara como testigo de que era puesta en libertad y, mientras la suegra la esperaba en la comisaría, metieron a Laura en un patrullero y la trasladaron a Mendoza: “La chuparon”, dice José, porque la soltaron de su detención legal para secuestrarla. Llegando a Mendoza, la disfrazarían de policía para luego ingresarla en el D2.

Para entonces, José participaba de las actividades del gremio bancario, pero ni Laura ni su sobrino tenían antecedentes de militancia. La mujer había estado afiliada al Partido Demócrata, pero se había alejado al mudarse con su marido, y lo más cerca de la militancia que llegó a estar fue cuando acompañó a Pepe a las asambleas del sindicato, repasa el testigo.

El D2

Ya en Mendoza, José y su sobrino ingresaron, de noche y por la parte trasera, al predio del D2. Allí, los dejaron esperando en un lugar del que recuerda un piso de ripio. ¿Esperando a qué o a quién? Lozano cree que a un Chevy rojo que llegó más tarde y del que se bajaron dos policías: uno conocido por todos los detenidos del D2 como el “Porteño”, quien aplicaba brutalmente la picana durante las torturas, y su ayudante, el “Cabeza de pájaro”. Tras su llegada, los ingresaron vendados al edificio, donde comenzaron muy pronto los maltratos, los interrogatorios y la tortura. José comenta que el interrogatorio no importaba, que con el tiempo llegó a darse cuenta de que a los torturadores no les importaban sus respuestas, no querían información.

Declaró el testigo: “Esta desvinculación entre la tortura y el relato, entre la tortura y la respuesta es lo que para mí prueba, después de tantos años, que la policía no tenía como objeto saber ninguna información; si no, destruir, romper (…) que nos miraramos al espejo y quisiéramos pegarnos un tiro. No les interesaba la información que pudiéramos dar”. Y todo el derrotero le enseñó que “la policía no necesitó un lugar para ejercer la función represiva”, y pudieron, desde la institución, ser maltratadores de gente. 

La tortura comenzaba en la celda donde a golpes de puño empezaban a “ablandarlo”. Después, lo llevaban a una sala donde lo interrogaban y le aplicaban la picana. En estas sesiones, siempre había dos tipos de torturadores: el de la picana, que destruía, y el “buenito”, quien con un tono amistoso exhortaba al torturado a soportar el castigo que recibía. La picana la aplicaban en todas partes, incluso en los testículos. “El propósito era destruir”, sentencia. 

El público de la audiencia 23
El público en la audiencia 23.

En una de esas sesiones, José recuerda haber despertado con un médico masajeándole el pecho y recomendándole a los hombres que detuvieran la tortura. Esa fue la última vez que lo llevarían a la sala de tortura. Pepe cree que de esa última vez le ha quedado una arritmia con la que debe convivir al día de hoy. 

De su paso por el D2, Lozano no recuerda haber ingerido alimento alguno, ni tampoco haber ido al baño. Recuerda los gritos de los compañeros de celdas contiguas, un colchón con mucho olor a pis y el murmullo de conversaciones y de movimientos que venía del piso de arriba, como si allí se atendiera al público que acudía al edificio en el que operaba el D2. También recuerda la voz de su mujer —que llegó después—, de su sufrimiento y a Pepe Vila tranquilizándola y dándole fuerzas. “Vamos a salir de acá”, dice José que escuchaba a Vila decir. Aún en estas condiciones, José y Laura daban espacio a la esperanza y planeaban tener una familia numerosa cuando salieran de ahí. 

Pablo y Pepe Lozano
Pablo, hijo de Pepe, lo acompaña en su testimonio.

También, recordó, para resaltar la brutalidad de la policía, los casos de algunos compañeros que perdieron la vida durante la tortura, como el mismo José Vila en el D2 o el Chino Moriña. Y el caso de Santiago Illa, desaparecido de camino a San Rafael, después de ser puesto en libertad de la cárcel.

Tras su paso por el D2, José fue trasladado a la Compañía de Comunicaciones de Montaña 8, sobre la calle Boulogne Sur Mer. En este lugar, realizó una inspección muchos años después y, bajo la tierra, encontró el mismo piso calcáreo de baldosa antigua con arabescos de aquel tiempo en el que estuvo secuestrado. Recuerda que allí los tenían en camastros enfrentados y que le realizaban interrogatorios muy puntuales. En uno de esas ocasiones, le leyeron durante tres horas su vida entera, incluso cosas que él no recordaba, para concluir que, en definitiva, él era “un buen tipo”. Luego, en la navidad de 1975, lo trasladaron la penitenciaría de Mendoza, y recién entonces le quitaron la venda de los ojos. Allí estuvo detenido hasta septiembre de 1977, cuando lo enviaron a la Unidad Penal n° 9 de La Plata. En 1979 le devolvieron su libertad.

Amenaza previa a su secuestro

Antes de finalizar su testimonio —y respondiendo a una pregunta del fiscal Rodríguez Infante—, José Lozano profundizó sobre una amenaza recibida de Santuccione, el jefe de la Policía de Mendoza, antes de su secuestro. En septiembre de 1975, trabajando en el Banco de Previsión Social, lo llamaron a hablar a la gerencia en la casa matriz junto a Luis Ocaña y Felipe Cervine. Allí, un oficial de la policía lo recibió y el gerente del banco le comentó que lo venían a buscar.

Pepe, teniendo presente el caso de Pablo Marín —recientemente secuestrado y liberado—, les avisó a sus compañeros y pidieron al banco que les pusiera un abogado defensor. Luego, fueron llevados a la comisaría, donde los esperaba Santuccione, quien les advirtió que si no terminaban con sus actividades gremiales, iban “a terminar en El Challao”, lugar donde arrojaban cuerpos de personas que asesinaban. Cuenta José que el jefe de la Policía agregó que las cosas del Río San Juan hacia el sur habían cambiado y que ahora había una fuerza dispuesta a mantener el orden.

Pablo y Pepe Lozano

El interés por la búsqueda de quienes no están

Entre todos los recuerdos que le vinieron a la cabeza, Lozano relató una secuencia relacionada con la búsqueda de los cuerpos. Contó que, durante el gobierno de Llaver, se realizó un supuesto rastrillaje en el Carrizal —que denominó una “pantomima”— para dar con los cuerpos de las personas desaparecidas, porque se comentaba que podrían haberlos tirado allí. El testigo, en su momento, se acercó al embalse y cuando les consultaba a los buzos le respondían que, en realidad no se podía ver a más de veinte centímetros porque había seis metros de sedimentación, mugre, plantas. Probablemente hacían todo por una mera formalidad.

En el mismo repaso, habló de su participación en un programa de radio en el que un médico afirmó que en El Carrizal debía haber aproximadamente 270 cuerpos. ¿Por qué? Era su cálculo por el análisis de salmonella en el agua, que se produce con cuerpos en descomposición. 

Ricardo D’Amico: “Esperar la vida o la muerte”

Ricardo D’Amico fue el segundo testigo de la jornada, tras algunos minutos de descanso. Declaró desde Córdoba, por videollamada, alrededor del mediodía. Es la tercera vez que presta testimonio en juicio. Recordó que fue detenido en Villanueva, Guaymallén, el 29 de agosto del 75, entre las 17:00 y las 19:00. Llegó a una vivienda donde lo esperaban, llamó a la puerta y le abrieron tres hombres de civil que no reconoció. Los desconocidos le pegaron, le taparon los ojos con una venda o capucha y lo arrojaron a un auto. En el momento no supo que lo llevaban al D2, pero después se enteró por otras personas con las que compartió cautiverio.

Ricardo D'Amico por videollamada
Ricardo D’Amico declara de manera remota, por videollamada.

Recuerda que ya en el destino subió una escalera y lo encerraron en una celda pequeña, con un banquito en una esquina. Estuvo allí siete días, sin poder ir al baño, con alimentación mínima y una lata para sus necesidades. Solo lo sacaron dos veces para interrogarlo bajo golpizas y —afortunadamente— sin picana eléctrica. En los otros calabozos estaban compañeros y compañeras de militancia: Juan Carlos Yanzón con su padre y su primo, Oscar Mochi, Hugo Tomini, Luz Faingold, Raquel Miranda, Susana Liggera, León Glogowsky. Podía escuchar los gritos de la tortura del resto y también percibió cuando abrían la puerta de las mujeres para abusar de ellas: “De eso no me olvido nunca yo”, manifestó.

En esas condiciones, “no había otra que esperar la vida o la muerte —lamentó—. Por suerte me salvé”. Estando allí secuestrado recibió una frazada que era de él y su madre había ido a llevar. No recuerda cómo hizo la mujer para saber su paradero ni tampoco pudieron verse, pero más adelante ella le confirmó que había ido a dejar ese abrigo. Tampoco supo la razón de su detención hasta que, en un traslado al Juzgado Federal, le hablaron de la ley antisubversiva 20840. En ese contexto, el juez Miret le preguntaba por sus actividades, sobre las que no tenía mucho para decir: trabajaba en la Compañía Química de Gutiérrez, Maipú. 

Desde allí el grupo fue llevado a la Penitenciaría de Mendoza y, hasta el golpe, pudieron comunicarse con sus familias. Después, las condiciones de detención fueron extremas, estuvieron aislados, con hambre y frío. Los salvó la excelente relación que tenían entre los detenidos. En septiembre del 76, D’Amico fue parte del traslado masivo a la Unidad 9 de La Plata y en el 80 fue alojado en Caseros, “una cárcel para la vista”, precisó, donde los visitó la Cruz Roja. En noviembre del 81 obtuvo la libertad vigilada y recién en mayo del 82 fue libertad completa. 

La próxima audiencia será después de la feria judicial, el 26 de julio a las 9:30.

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El Colectivo Juicios Mendoza se conformó en 2010 por iniciativa de los Organismos de Derechos Humanos para la cobertura del primer juicio por delitos de lesa humanidad de la Ciudad de Mendoza. Desde ese momento, se dedicó ininterrumpidamente al seguimiento, registro y difusión de los sucesivos procesos judiciales por crímenes cometidos durante el terrorismo de Estado.