04-04-2025 | En una sala pequeña y sin público, brindaron testimonio Rafael Francisco Bonino y Juan Carlos González en el marco de una nueva audiencia del decimotercer juicio por delitos de lesa humanidad en Mendoza. Bonino habló sobre la desaparición de su amigo Billy Lee Hunt en abril de 1977, mientras que González narró su propio secuestro en junio de 1976 y los casi siete años que permaneció detenido en distintas unidades penales. La próxima audiencia será el viernes 11 de abril a las 9:00.
Por cuestiones de agenda y de administración del espacio en Tribunales Federales, la audiencia del juicio de lesa humanidad en curso se desarrolló excepcionalmente en una pequeña sala, sin público ni acusados presentes. Las declaraciones de los testigos se transmitieron por YouTube.
El primer testimonio estuvo a cargo de Rafael Francisco Bonino, para quien esta no era la primera participación en un juicio oral. Rafael ya había declarado en el tercer juicio por la desaparición de Mario Camín y en el cuarto juicio por varias víctimas de la Escuela Superior de Comunicación Colectiva. En esta ocasión, sin embargo, se centró en su amistad con Billy Lee Hunt y en los hechos ocurridos en torno a su desaparición, en abril de 1977. El caso formó parte del operativo contra la “militancia residual” peronista investigado en instancias anteriores.
La desaparición de Billy Lee Hunt
“Pronto va a ser semana santa, cuando desaparece mi amigo”, comenzó declarando, conmovido, antes de relatar los pormenores de su amistad con Billy Lee Hunt. Bonino cursaba cuarto año en el Liceo Agrícola cuando, en el Teatro Independencia, conoció a Billy durante un recital de “Los Caravelle”, grupo que hacía covers de Los Beatles y del que Billy Hunt formaba parte. “Un músico extraordinario”, dijo. Tiempo después, lo volvió a encontrar en el Bachillerato Aeronáutico, donde forjaron una amistad que se profundizó cuando, más adelante, Rafael comenzó una relación con una joven que estudiaba periodismo al igual que Billy. Para entonces, Rafael ya se reconocía de izquierda –y lo sigue haciendo al día de hoy–; Billy, en cambio, era peronista y participaba activamente de la política universitaria de la Escuela de Periodismo. A este respecto, Rafael contó que, en una ocasión, Billy le dijo: “Hermano, ¿sabés quién va a ser el próximo presidente del centro de estudiantes? Yo”. Y efectivamente, el peronismo ganó la conducción de la Escuela de Periodismo donde normalmente se imponía la izquierda. Si bien estudiaba en la Facultad de Agronomía, Bonino asistía de oyente a las clases que dictaba Enrique Dussel en la Escuela Superior de Comunicación Colectiva y entabló muchos vínculos con estudiantes de esa institución.

Un día se encontraron fortuitamente cerca de la Universidad Tecnológica. Billy le comentó que necesitaba un lugar donde quedarse y él le ofreció su casa. “Para un amigo siempre hay lugar”, le dijo. Comenzaron a convivir en un departamento sobre la calle Arístides Villanueva, entre Olascoaga y Martínez de Rosas. Tras 3 o 4 meses viviendo juntos, una mañana de Semana Santa de 1977, Billy le pidió prestado el Fiat 600 a Rafael. Volvió a los 40 minutos, le devolvió las llaves y se fue. Al día siguiente, alrededor de las 7 de la mañana, sonó el timbre: era Evie, la hermana de Billy. “¿No sabes algo de Billy?”, le preguntó y pasó a explicarle que su hermano solía comunicarse todos los días por teléfono y que esta vez no lo había hecho. “Ahí me dí cuenta de lo que estaba pasando”, contó Rafael, que ese mismo día tomó sus cosas y abandonó la vivienda. Días más tarde, cuando su padre visitó el departamento, constataron que había sido desmantelado: faltaban muebles, equipos de música, la guitarra e, incluso, el calefón. Por el relato de vecinos supieron que la policía se había llevado las pertenencias en una camioneta y, aunque hicieron la denuncia policial, nunca obtuvieron respuestas. Esta situación obligó a Bonino a tomar recaudos para proteger su vida y la de sus seres queridos: procuró, desde entonces y durante varios años, visitar a su familia lo menos posible. Recién en 1983 volvió al departamento, que luego fue vendido por la familia.
Tras la desaparición de su amigo, Rafael participó de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, organización que trató de averiguar lo sucedido con Billy y tantas otras víctimas, pero nunca se llegó a una conclusión definitiva. Mencionó, no obstante, la versión sobre un posible enfrentamiento en Godoy Cruz donde Billy Lee Hunt podría haber sido asesinado. “A mí no me consta cuál fue el relato final de su existencia”, reconoció. Rafael sí pudo confirmar que su hermano, Arrigo Bonino –cuya declaración tuvo lugar durante la audiencia anterior de este juicio–, también fue detenido por una “pinza” policial y trasladado al Departamento de Informaciones (D2), pero no pudo recordar la fecha del evento. Por último, en sintonía con lo relatado por Arrigo, se refirió al vínculo que su familia tuvo con uno de los acusados, Omar Pedro Venturino Amaker y contó que su abuelo, Francisco Bonino, llegó a Argentina y fundó un colegio antes de quebrar económicamente y trasladarse a Las Heras, donde creó un grupo de boy scouts llamado “Eva Duarte de Perón”. Venturino formó parte de ese grupo y, con los años, participó de distintos homenajes en honor al abuelo de los Bonino. “Sé que él está imputado, con causas o preso, e incluso sé que lo llamó a mi hermano para pedirle que declarara a favor de él para que le dieran una prisión domiciliaria o algo así. A mí no me llamó”, concluyó.

Intervención de la fiscalía
Una vez finalizado el testimonio de Rafael Bonino y a la espera del siguiente testigo, la fiscalía se dirigió al tribunal y explicó su criterio para determinar el orden de prioridad de las declaraciones futuras. Daniel Rodríguez Infante refirió que el Ministerio Público Fiscal propone concentrarse en víctimas directas que no hayan declarado en juicios anteriores —más de 50 personas— o testigos cuya declaración sea de relevancia para las causas más allá de su participación previa. Aclaró que en esa lista inicial puede haber personas fallecidas o que no estén en condiciones de prestar testimonio y pidió la intervención del Equipo de Acompañamiento a Testigos para contactarlas.
Juan Carlos González y su secuestro
Para 1976, Juan Carlos González, quien ya declaró en el cuarto juicio —también conocido como “juicio a los jueces” o «megacausa»— tenía 29 años, era chofer de colectivo y simpatizaba con el peronismo, aunque no tenía ningún tipo de participación política. La noche del 16 de junio, cuando regresaba a su casa ubicada en la calle San Juan de Dios, en Dorrego, le pusieron un arma en la nuca a punto de ingresar a su departamento. Lo encapucharon, lo esposaron y lo arrojaron al piso. Le preguntaron de dónde venía y si esa era su vivienda. González respondió afirmativamente y explicó que trabajaba de colectivero. Luego, tocaron el timbre y cuando su esposa abrió, vio a su marido tirado en el suelo. Juan Carlos se dio cuenta de que había otros dos civiles armados que se encontraban en el interior de su casa con su esposa, Olga Noemi Herrera, y sus cuatro hijos, Claudia (nueve años), Maria Olga (siete), Juan Carlos (cinco) y Lorena (un año).
Traslado y tortura en el D2
Tras esposarlo y vendarlo, lo subieron a un auto con una de las ventanillas rota y se lo llevaron. “Te estamos secuestrando”, le dijo uno de los oficiales, pero él se quedó tranquilo al percatarse de que estaba ingresando al Palacio Policial. Al preguntarle los oficiales cómo sabía dónde estaba, les comentó que le tocaba ir noche por medio con el colectivo al Palacio Policial a llevar a las personas que la policía detenía en redadas en la vía pública. Ya dentro del D2, lo metieron en una celda sin baño y sin luz desde la que podía escuchar a otras personas detenidas. Allí lo tuvieron encerrado dos días hasta que lo sacaron para torturarlo e interrogarlo. Lo acusaban de trabajar en el banco Mendoza, de ser delegado gremial y de “hacer quilombo”. Juan Carlos lo negó, insistió en que era colectivero y aclaró que ni siquiera estaba afiliado al sindicato. Durante el interrogatorio, le preguntaron por distintas personas, entre ellas Aníbal Torres. Se habían conocido en San Luis cuando González tenía 19 años pero continuaron viéndose en Mendoza luego de que el testigo regresara a la provincia. Recordó que Torres había sido comisario en el departamento de San Martín, de San Luis, pero había renunciado. Dos noches antes de que Juan Carlos fuera detenido, Aníbal lo visitó y le dejó su moto con la excusa de que era muy tarde para volver en ella a su casa. Esta fue la última vez que se vieron. Mucho tiempo después, ya detenido en Sierra Chica, Juan Carlos supo que Aníbal Torres también había estado en el D2 hasta que un día se lo llevaron y nunca más se supo de él.

De la celda solo lo sacaban, esposado y vendado, para torturarlo, salvo en una ocasión en la que lo obligaron a firmar un papel cuyo contenido no le explicaron. Juan Carlos confesó que en un momento fue tal su desesperación que les pidió: “Péguenme un tiro, que yo no aguanto más la tortura y lo que me preguntan, no sé nada”. Tras ese episodio, se acabaron las torturas.
De su paso por el D2, recordó escuchar cómo torturaban a otras personas mientras lo llevaban a él mismo a los interrogatorios y también recordó algunos nombres. Mencionó a Alberto Córdoba, Daniel Ubertone, David Blanco, Héctor García, Roque Luna y Antonio Sabone. También contó que había mujeres. En este punto, entre lágrimas y con la voz quebrada, refirió las violaciones sufridas por Rosa Gómez, quien estaba detenida en un calabozo frente a su celda.
La Comisaría 6
Después de un tiempo en el D2, Juan Carlos fue trasladado –por el encuentro que el dictador Videla tuvo con su par chileno, Augusto Pinochet, en Mendoza– a la Comisaría 6, donde les advirtieron: “Si se escucha un petardo en el acto, los hacemos boleta”. Secuestrado allí, mientras se encontraba en su celda, una noche vio cómo se abría la puerta y entraba Miguel, policía que solía viajar en el micro que él manejaba antes de ser detenido. Días después, durante otra guardia, Miguel pidió hacerse cargo de él cuando los sacaron para ir al baño. Lo tomó del brazo y lo condujo a un quincho donde los policías cenaban, ahí lo sentó para que compartiera mates con los oficiales. Pasada la medianoche lo devolvieron a su celda. Más adelante lo sacaron de la celda junto a otro detenido y Miguel le preguntó si confiaba en su compañero de celda. Al responder que sí, le entregó una escoba, un rastrillo y una pala para que limpiara el frente de la comisaría, y a su compañero lo dejó en una oficina tomando nota de las llamadas mientras los policías dormían en las celdas. Esta rutina se repitió durante cinco o seis noches. En una ocasión, al regresar al calabozo y acostarse, notó algo duro bajo el cuerpo: era un arma. Sin pensarlo, la empujó por debajo de la puerta hacia el jardín.

Consejo de Guerra, falsas acusaciones y paso por distintas dependencias penitenciarias
Poco antes del Mundial de 1978 fue trasladado a una cárcel. En ese lugar apareció un supuesto abogado de la Aeronáutica llamado Carlos Gómez. Le dijo que quería saber la verdad y le mostró unos documentos que tenían su firma. En esos papeles constaba que trabajaba en el Banco Mendoza y que era militante gremial. Juan Carlos explicó que había sido obligado a firmarlos. Luego fue llevado ante un Consejo de Guerra que lo acusó por portación de una gran cantidad de armas que no le pertenecían. Recibió una condena de 8 años y 6 meses de prisión. “Agradecé”, le dijeron. Después fue trasladado –esposado y vendado– a Sierra Chica, penal ubicado en Olavarría. En el camino, al intuir que estaba por ser golpeado –ya se había acostumbrado al maltrato– puso duro el abdomen para recibir el golpe. Cuando el oficial agresor se dio cuenta, lo insultó, le ajustó las esposas y, mientras caminaba, le dio una patada que le quebró el coxis. Juan Carlos tuvo que ser operado de urgencia debido a que la fractura estaba por romperle el intestino. Ya terminado el mundial fue trasladado a la Unidad Penal 9 de La Plata. Contó que allí los sacaban a caminar por una cancha y que incluso los dejaban jugar al fútbol. Compartía celda con un hombre mayor, un juez federal de Tucumán que poseía una plantación de caña de azúcar y que había sido detenido por negarse a juzgar a unos albañiles que fueron secuestrados por “subversivos”. Finalmente, fue trasladado al penal de Devoto y recuperó su libertad en octubre de 1983.
La próxima audiencia será el viernes 11 de abril a las 9:00.