13-12-2024 | Declararon por videoconferencia dos sobrevivientes. Daniel Ubertone era trabajador del Banco Mendoza y gremialista; Reynaldo Puebla era actor y director de teatro. Ambos fueron alojados en el centro clandestino de detención D2. La próxima audiencia será el 27 de diciembre a las 9:30.
La penúltima audiencia del año tuvo dos testimonios. Ambos sobrevivientes del D2 declararon por videoconferencia desde los lugares donde residen: Daniel Ubertone desde Málaga y Reynaldo Puebla desde Brasil. Los testimonios fueron contundentes sobre la permanente tortura que significaban las condiciones de cautiverio en este centro clandestino de detención. En un momento de la jornada, los imputados se mostraron alborotados por la pantalla e, incluso, el fiscal Daniel Rodríguez Infante le pidió al presidente del tribunal, juez Alberto Carelli, que les ordenara presencia y compostura.
Daniel Ubertone
Carlos Daniel Nicolás Ubertone vive en Estepona, en la provincia de Málaga, España. En el expediente figuran también sus declaraciones pasadas, una de 1987 y otra en el juicio a los jueces de 2015. A pedido del fiscal, comenzó su relato. Era militante de la Juventud Peronista, estudiante universitario y trabajador bancario. Su actividad política era pública.

Contó que el 30 o 31 de julio de 1976 salió de su casa con destino a su trabajo, el Banco de Mendoza. En la esquina fue abordado por dos personas de pelo largo, barba, “de aspecto poco tranquilizador” que, esgrimiendo armas de fuego, lo encapucharon y lo arrojaron en el piso de un Citroën rojo. En el auto le iban preguntando sus datos personales, para constatar su identidad. Él iba prestando atención al trayecto y, al sentir que atravesaban las vías de calle Belgrano, se dio cuenta de que lo llevaban al palacio policial.
Los hombres lo sacaron del coche y, tras un periplo de escaleras y ascensores, lo metieron en una celda encapuchado y con las manos atadas a la espalda. Al rato lo llevaron a una sala donde le apuntaron con una pistola en la espalda y lo obligaron a desnudarse. Sin ropa, lo ataron de pies y manos al resorte metálico de una cama. Entraron otras personas a la habitación y probaron, en su pecho, si la picana eléctrica funcionaba. Iniciaron un interrogatorio bajo tortura. Le preguntaban por sus compañeros —sobre todo por quienes estaban en la comisión gremial interna— y por la actividad sindical del banco mientras le descargaban electricidad en los genitales y en los pezones. También lo golpeaban.
Uno con acento marcadamente porteño lo increpaba para que hablara. Le interesaba particularmente Sabino Rosales, compañero del banco, pero Daniel hacía tiempo no lo veía. También querían saber sobre Daniel Collado, un compañero y amigo que trabajaba en la sucursal de Buenos Aires con quien Ubertone se escribía frecuentemente: “En mi ingenuidad, me había acostumbrado a escribirle y mandarle las cartas por el correo interno del banco” y, por la información que los torturadores manejaban, evidentemente, le habían leído todas las cartas. Para que hablara, lo amenazaban permanentemente con secuestrar y abusar sexualmente de su hermana y su madre.
En otra ocasión lo volvieron a llevar a la sala de torturas, pero para que escuchara cómo torturaban a su compañero Alberto Córdoba. Se habían ensañado con Rosales y también le preguntaban por él. “Una cosa es que te torturen a vos y otra cosa mucho más jodida, mucho más fuerte e intensa, es escuchar a alguien que conocés, que es amigo de muchísimos años, que lo están torturando. Fue fuertísima la situación para mí”, contó Ubertone.
Cada vez que los llevaban de un lado a otro, lo que se percibía, en realidad, era trabajo de oficina, máquinas de escribir, atención al público, como una institución cualquiera.
Las condiciones de detención
“Mi estadía en el D2 es la parte más terrible que he tenido en mis 73 años de vida”, afirmó el testigo. El lugar de detención eran las celdas enfrentadas en un pasillo cerrado, con baño al fondo. Ahí entraban y salían personas que llevaban y traían a otras. El calabozo era pequeño, dormían en el piso, sin nada con qué taparse siquiera. La comida era escasa y muy mala y, de modo preventivo, habían dejado una bolsa para que pusieran el pan que no comían porque no sabían cuándo podían necesitarlo. En determinado momento la situación se hizo más pesada. Les daban de comer un caldo muy lavado y tuvieron que recurrir a las reservas de pan duro del baño.

Era una situación inquietante, manifestó, por los ruidos, los gemidos a la vuelta de la tortura, las incursiones de un policía del D2 que llamaban “Mechón Blanco” y que todas las noches de guardia sacaba a Rosa Gómez para violarla. Además de esa particular situación, aseguró que todas las mujeres alojadas en el D2 fueron violadas. “Con respecto a lo cotidiano, a toda hora, durante el día y durante la noche, había movimiento de entrada y salida de policías que metían y sacaban gente”, recordó Ubertone. Los mantenían siempre en vilo. Muchas veces abrían la celda, les pegaban patadas o trompadas “para demostrarnos que nuestra vida dependía absolutamente de ellos”.
“A mí me pagan por ser hijo de puta”, contó el testigo que les decía Moroy, uno de los policías procesados en este juicio. Sus compañeros lo llamaban “Sérpico”, como el policía honesto que personifica Al Pacino en una película del 73. Ubertone caracterizó a los guardias del día a día como “los peones necesarios, la hojarasca que produjo el D2”. Pero los torturadores eran otros, con otro perfil, con el objetivo claro de sacarles información.
Además de Córdoba, Morales y Gómez, recordó otras personas secuestradas en el D2: María Sánchez Sarmiento —y sus hijas, según le contaron—, Alicia Morales, Antonio Savone, Roque Luna, Juan Carlos González, una señora de apellido Espósito —que habían golpeado muchísimo y la dieron prácticamente por muerta, pero se pudo reponer—, un hombre chileno de apellido López, Héctor García y David Blanco, ambos del Banco Mendoza. También nombró a Olga Marchetti, a un muchacho delgado de apellido Hervida, un matrimonio joven y, aunque no lo vio, le contaron que las hijas de Sánchez Sarmiento también estaban en el centro clandestino. A una de ellas le apuntaron con un arma para que su papá, Jorge Vargas, les diera información.
Siete años y medio de cautiverio
La familia sabía que Daniel estaba en el D2 porque se los había contado el hermano de Córdoba, que era militar y había podido verlo. Ubertone permaneció allí durante varios meses, hasta principios de enero de 1977, salvo por unos periodos cortos que pasó por comisarías. Recuerda particularmente el 12 de octubre, cuando fue llevado a la seccional policial de calle Mitre con Eduardo Morales y allí pudo ver a su madre, quien había insistido en dar con él. En ese momento, fueron distribuidos por distintas comisarías en grupos de dos o tres personas porque viajaba Videla a Mendoza y ellos quedaron como rehenes por si algo sucedía. Estuvo alojado en la Seccional 9, de Villanueva, luego de nuevo en el D2 y, desde enero del 77, en la Penitenciaría de Mendoza.
Su recorrido carcelario continuó por siete años. De Mendoza lo trasladaron al penal de Sierra Chica, en la provincia de Buenos Aires. Luego, la Unidad 9 de La Plata, después Caseros, donde pasó muchísimo tiempo. Finalmente, recaló en Rawson y le dieron la libertad en 1983.
Reflexiones
Ya en democracia, el testigo volvió a ver a los policías un día muy triste, cuando velaban a su madre, porque en la sala contigua había un familiar de alguno de ellos. “Aparecieron todos”, dijo, y también estaban los compañeros de Daniel que habían pasado por el D2. En 1987 hizo un reconocimiento fotográfico e identificó a Marcelo Rolando Moroy por este evento en la sala velatoria.

Ubertone reflexionó sobre el D2: “Esta institución, por llamarla de alguna manera, era una caja negra dentro de otra caja negra, que era la Policía de Mendoza. Se sabía lo que entraba y se sabía lo que salía, pero lo que sucedía adentro era un misterio”. Continuó: “El mal absoluto ejercido por la gente que operaba ahí” convertía a los detenidos y las detenidas en seres anónimos, vacíos, instrumentos de su objetivo político-militar-ideológico. “Todos los que pasamos por ahí sufrimos una gran despersonalización. Luego de obtener la libertad, recuperamos esa identidad y fuimos capaces de solventar una vida en sociedad”.
Daniel hizo todas las gestiones necesarias para volver a trabajar al Banco Mendoza, con su jerarquía y su antigüedad. Cuando le dieron a elegir sucursal, prefirió irse de Mendoza por todo lo vivido y se instaló en Buenos Aires. Él y el resto de quienes sobrevivieron fueron rearmando sus vidas. Reafirmó su compromiso en seguir contando lo vivido, para que toda Mendoza sepa lo que pasó y lo que significó la época de la dictadura para el tejido social. “El Nunca más pervive y se fortalece con este tipo de declaraciones”, remarcó.
Al finalizar, Daniel Ubertone pidió decir unas palabras sobre lo vivido. “Ha marcado mi juventud o mi ausencia de juventud, ya que estuve preso siete años y medio”, explicó. Aseguró que Argentina tiene una herida abierta que es la desaparición de personas y la violencia sexual perpetrada en las personas detenidas y desaparecidas. “He vivido dentro de la experiencia carcelaria en general y el D2 en particular, las dos facetas más importantes del ser humano: la solidaridad, por parte de los compañeros, y la maldad, por parte de los torturadores”. Y leyó un ensayo que escribió, desde la perspectiva humanista, sobre el mal absoluto.
Leer «Sobre el mal absoluto», de Daniel Ubertone.
Reynaldo Puebla
En el segundo testimonio del día de la fecha, Reynaldo Puebla contó las circunstancias de su secuestro y de los tormentos que tuvo que soportar en distintas dependencias policiales y militares de la provincia. Reynaldo ya había realizado declaraciones en juicios previos y esas declaraciones forman parte de la prueba presentada por la fiscalía para este juicio.
Las circunstancias de su secuestro
Dos días después del golpe de Estado, el 26 de marzo de 1976, Reynaldo Puebla fue detenido mientras esperaba en una parada de ómnibus junto a su novia, Liliana Buttini. Para entonces, Reynaldo era director de teatro, trabajaba en la municipalidad de Luján de Cuyo como inspector de Bromatología y militaba en la Juventud Peronista. Sin mediar explicación, fue trasladado —junto con todas las personas que esperaban el ómnibus como él— a la Comisaría 11 de Luján de Cuyo. Allí, mientras pasaban lista de las personas detenidas, Reynaldo notó que a los oficiales les causaba gracia su nombre y los escuchó decir: “Miren a quién tenemos acá”. Desde entonces, entró en una espiral de violencia que no terminaría hasta que fuera liberado dos años y medio más tarde.

Tras reconocer su nombre, fue sacado de la comisaría y llevado al Liceo Militar General Espejo. En el camino, el vehículo en el que lo llevaban se detuvo y Reynaldo tuvo que pasar por un simulacro de fusilamiento. En el Liceo Militar, tras pedirle los datos, lo interrogaron por primera vez. Cuando le preguntaron por su militancia, él contestó que formaba parte de la Juventud Peronista. Luego, esa misma noche, le hicieron firmar un papel en el que informaban su liberación, para luego meterlo en un camión celular y llevarlo —entre golpes y burlas— al Palacio Policial. En este punto, Reynaldo recordó cómo, tras firmar el papel, alguien le dijo: “Ahora me pertenecés”.
El D2: “Un infierno permanente”
Una vez llegados al Palacio Policial, donde funcionaba el D2, lo ingresaron a una celda muy pequeña en la que no podía ni estirar los pies. Al día siguiente le informaron que no lo iban a alimentar: “Hoy te vamos a trabajar”, explicaron, y le dieron la bienvenida a lo que definió como “un infierno permanente”, un sitio en el que a las sesiones de tortura con picana eléctrica se sumaba la tortura psicológica y constante de escuchar a los demás siendo torturados y “no saber cuándo te va a tocar”. En el D2 “todo es una inmensa tortura”, dijo Reynaldo, “estar en ese lugar ya es una tortura, escuchar los gritos de personas torturadas ya es una tortura, estar días sin poder ir al baño ya es una tortura”.
En cuanto a las sesiones de interrogatorios, Reynaldo recordó todo tipo de infamias: golpes, picana eléctrica y submarino —en el que le metían la cabeza en un balde con agua hasta que no aguantaba más—. Para estas sesiones, lo sacaban por las noches de su celda —siempre vendado, maniatado y encapuchado— y lo metían en un ascensor pequeño que lo bajaba hasta una sala. Ahí, donde se escuchaban varias voces, entre ellas la de un porteño que llevaba la voz cantante, lo desnudaban, lo ataban a un camastro metálico, le aplicaban la picana en todo el cuerpo y lo interrogaban. Le preguntaban por compañeros y compañeras, lugares u “organizaciones terroristas”. Cinco o seis veces tuvo que soportar estas sesiones en el mes que estuvo detenido allí. “Todos esos días que permanecimos en el D2, no pueden ser definidos como otra cosa que una tortura permanente”, sentenció. Durante ese tiempo, no tuvo ningún contacto con el exterior, ni con su familia, ni con la justicia. Recién en la penitenciaría le permitirían la visita de su padre.
Finalmente, antes de proceder al siguiente paso en el circuito represivo, recordó a algunas personas con las que compartió cautiverio en el D2: los casos de “el pelado” Cervine, de Alicia Peña y de un matrimonio —Irene y Jorge— que estuvo detenido frente a su celda.
Nuevos lugares, más represión
Tras su tiempo en el D2, Reynaldo fue llevado en un camión celular a la Penitenciaría de Mendoza, donde continuaron los interrogatorios y la violencia. De este punto de su recorrido, recordó dos días en particular. Uno en el que, tras un operativo militar en el que los sacaron a todos de sus celdas, Reynaldo se dio cuenta de que tenían todos sus nombres, concluyendo, entonces, que los torturadores seguían todo su itinerario, desde el D2 a la cárcel. Y otro, el 7 de septiembre, en el que lo sacaron de su celda, le informaron que era el Día del Montonero y le pidieron que firmara —nuevamente— un documento en el que se comunicaba su puesta en libertad. Por el contrario, fue llevado a una dependencia militar para ser torturado durante siete u ocho días más. Finalmente, le ofrecieron firmar como arrepentido y, aunque él no se arrepintió de nada, lo trasladaron en un avión Hércules —que para él era el vuelo de la muerte— a la Unidad Penal 9 de La Plata, donde permaneció hasta agosto de 1978.

Sobre las razones de su detención, recién después de un mes en La Plata, un juez de Mendoza le informó que estaba acusado de pertenecer a tres “organizaciones terroristas”: Montoneros, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Vanguardia Comunista. “¿Cómo voy a tener tanto panorama político?”, contestó Reynaldo. Más adelante fue sobreseído por esta causa.
Persecución más allá de la liberación
Una vez liberado, el hostigamiento continuó. Varios allegados a él fueron amenazados y recibió mensajes que le indicaban que había sido liberado para irse del país. Sus conocidos eran amenazados para que no lo recibieran. Entonces, sin documentos —porque nunca se los devolvieron—, visitó a las madres de Plaza de Mayo, quienes le informaron cómo podía exiliarse. Así, aún con deseos de estar con su familia y con sus amigos de Mendoza, se afincó en Brasil, donde continuó viviendo hasta la actualidad.
En medio del testimonio de Reynaldo Puebla, el fiscal Rodríguez Infante se vio ante la obligación de detener la audiencia ante las continuas faltas de respeto de los acusados. Algunos saliéndose del marco de la videollamada y otros gesticulando, lograron llamar la atención de la fiscalía, quien pidió al tribunal que ordenara respeto y compostura a los acusados. Esto no conmovió a Reynaldo, quien continuó con su relato. Y concluyó con un pedido tan respetuoso como especial: “Que se haga justicia. Gracias”.
La próxima audiencia tendrá lugar el viernes 27 a las 9:30.