11-04-2025 | Por primera vez en juicio, declaró Alfredo Irusta, secuestrado en octubre de 1979 en un operativo contra militantes del Partido Comunista Marxista Leninista. Contó la tortuosa estadía en el D2, recordó a personas con quienes compartió cautiverio y otras que hoy siguen desaparecidas. La próxima audiencia es el lunes 28 de abril a las 8:30.
Alfredo Irusta vive en Suecia desde que partió al exilio en 1980. Pero una vez al año viaja a Mendoza y, tras una citación previa, se presentó a declarar por primera vez en el 13.° juicio por delitos de lesa humanidad. Contó que en la década de 1970 cursó la secundaria en la Escuela de Comercio Martín Zapata y, periódicamente, se reunía con compañeros y compañeras con quienes tenían charlas sobre una sociedad más justa. Eran reuniones cuidadas, porque a partir del 24 de marzo de 1976 “todo era secreto”, dijo, y ni siquiera conocía los nombres de todas las personas con las que compartía charlas.

No sabía que participar de esas reuniones políticas lo transformaba en integrante del Partido Comunista Marxista Leninista (PCML) y del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP). Quienes sí lo sabían eran los integrantes de los servicios de inteligencia, pero él se enteró cuando estaba preso. Militaba en el espacio sin saberlo. “Pasaron los años, desaparecieron mis amigos y conocidos. En ese momento no sabía bien qué pasaba”, contó Irusta.
Él intentó seguir con su vida y, cuando pensaba que ya nadie lo perseguía, lo detuvieron mientras bajaba de un colectivo en el centro de Mendoza. Era octubre de 1979. Fueron tres o cuatro hombres con ametralladoras que lo metieron a una camioneta y, tras algunas vueltas, lo llevaron a un lugar que pensó que era un sótano y después descubrió que era el D2.
“Pensé que era un sótano”: el cautiverio en el D2
Freddy tenía 21 años y cumplió 22 en ese centro clandestino. Estuvo hasta días antes de navidad del 79, momento en que fue trasladado a la Penitenciaría de Mendoza. Durante su cautiverio en el D2, estuvo en un calabozo pequeño, donde ni siquiera entraba acostado recto, recuerda, y al principio estuvo siempre vendado y esposado. Periódicamente lo llevaban a la sala de torturas y lo interrogaban por sus compañeros y compañeras que, después supo, estaban secuestrados en las celdas contiguas. Querían que les confirmara que él y el resto eran miembros del PCML y del FRAP.

Según recuerda, para ir al interrogatorio tenía que subir una escalera. Con sadismo, se burlaban porque se tropezaba y se pegaba contra las paredes entre los empujones, las patadas y la visión anulada por la venda en los ojos. En la sala de torturas lo golpeaban con las manos y también con un palo. Después lo devolvían a la celda, de donde lo sacaban al baño solo una vez al día y la comida que le llevaban era un caldo con tanta grasa que se solidificaba. Entre las torturas y las condiciones de cautiverio, la pasaba tan mal que intentó autolesionarse la muñeca para quitarse la vida.
Después de un tiempo empezaron a hablar de un calabozo a otro y ahí fue cuando reconoció a sus amigos y amigas. También empezaron a dejarles entrar ropa y comida, entre la que reconoció la de su mamá, aunque se la daban fría. Antes de la navidad de 1979, lo trasladaron a la Penitenciaría de Mendoza, donde lo alojaron en un pabellón de presos políticos. Le aclararon que no hablaban de sus militancias ni de su pertenencia partidaria y sabían que todos estaban ahí por lo mismo. En un momento lo llevaron al Comando de la VIII Brigada de Infantería de Montaña y, en un consejo de guerra, lo condenaron a veinte años de prisión. Volvió a la cárcel y, en abril de 1980, tras un breve paso por el juzgado federal, le dieron la posibilidad de obtener, bajo fianza, la libertad condicional. Su familia pagó y él salió.
Amenazas y persecución en libertad
En el D2 había reconocido entre los torturadores la cara de un hombre que había sido custodio en el Plaza Hotel —“sonaba algo así como Siniscalchi”, cree—. Más adelante, en el mismo hotel, señalaba un mapa y les decía a otras personas los puntos donde Alfredo Irusta iba a poner bombas. “Yo no sabía ni sé hacer bombas”, dijo el testigo, y la única instrucción de tiro la obtuvo de las mismas fuerzas, que lo habían hecho practicar en el Tiro Federal a cambio de no hacer el servicio militar. Los que hicieron su expediente registraron ese conocimiento: “Me obligan a aprender a tirar y después dicen que soy terrorista”.

Ese hombre lo detuvo con otro en la calle San Martín y Sarmiento: “Freddy, estás suelto, será que sos un chico occidental y cristiano, de bien, pero lo tendrás que demostrar”, le dijeron. La forma de demostrarlo era que él entrara a la cárcel como visita de otros presos políticos, les llevara comida y les sacara información de su militancia para después contarles. Le advirtieron que si no colaboraba “iban a tener que actuar”. “Yo no quería colaborar y estaba totalmente seguro de que aunque entrara, no me iban a decir nada”, contó el testigo.
Le dieron un tiempo para pensarlo, pero apenas volvió a su casa le dijo que se iba del país. “Si me hubiesen dicho ‘te pegamos un tiro acá, en la puerta de tu casa, en tu cama’, yo me quedaba. Pero que me detuvieran de nuevo y me torturaran hasta matarme… no”. Se escapó a Brasil y, por la asistencia de la ONU, arribó a Suecia.
Entre las compañeras y compañeros con quienes compartió cautiverio, nombró a Julio del Monte, Mabel D’amico, Oscar Vera, Verónica Roatta y Hugo Vera y su esposa, con su hijo, de menos de un año. Casi todo el grupo había sido detenido en Bariloche. A esa altura ya habían desaparecido Cristina D’amico —hermana de Mabel—, María Elena Ferrando, un hermano de los Vera, Elsa Becerra, Walter Domínguez. En esa época intentaba no recordar nombres ni direcciones y eso ahora le juega en contra para nombrarlos. También recordó que otro hermano de D’amico estaba detenido desde el 74.
Antes de finalizar su testimonio, el fiscal le preguntó por un allanamiento en su vivienda luego de su secuestro. Alfredo Irusta lo recordó. Dijo que se llevaron fotos de su viaje a Europa, una libreta con números de teléfono, un libro de un escritor ruso y, lo más cómico, una carterita de cuero que había servido para transportar balas grandes en los 40 o 50 y su hermana se la había comprado en un mercado de pulgas: “En el expediente decía que era una herramienta para llevar municiones, y es verdad, pero creo que esas armas ya no existían”.
La próxima audiencia será el lunes 28 de abril a las 8:30.