Martes 19 de marzo, año 2014
El edificio es imponente, pienso al bajar del micro que me trae desde los suburbios a la ciudad, contemplando los edificios del Centro Cívico de Mendoza. Son imponentes. La Casa de Gobierno y el Palacio de Justicia fueron las primeras, principales y monumentales construcciones encaradas por el gobierno peronista, legítimo y legal, de Mendoza, del año ‘48. Algún guía de City Tour me dijo alguna vez que el edificio Casa de Gobierno, es clásico y racionalista, los laterales tienen altísimas recovas de siete pisos de alto, tejas coloniales en parte de los techos, y exterior de piedras amarillas procedentes de Cacheuta. (Cacheuta, cacique cuando Mendoza era Güentata huarpe, reunió tesoros para liberar al inca Atahualpa, emboscado por el Conquistador Pizarro. Atahualpa ofreció llenar tres habitaciones con oro y plata para que lo liberaran. Pizarro recibió el oro, y luego mató a Atahualpa con el garrote, ahorcamiento feroz por medio de una cuerda. Los españoles también destruyeron los milenarios quipus de cuerdas anudadas, donde se contaba la historia y se llevaban las medidas y noticias por todo el Tahuantinsuyo. Debían desaparecer los originarios y su historia. Aquel guía me dijo en voz baja, eso que hicieron con los pueblos de América, también fue un genocidio, exacerbado por la codicia y el odio)
Las fachadas de la Casa de Gobierno y el Palacio de Justicia tienen imponentes escalinatas de acceso exterior. En el interior subsisten todavía, gastadas por el paso de pasos, miles, millones de pasos, las escaleras interiores. En algunas de ellas se ven unas manchas oscuras. “Son amonites, caracoles, fósiles marinos, de hace millones de años, cuando todo esto estaba bajo el mar”, recuerda el guía.
No sé si serán ciertas estas historias, pero pienso en ellas cuando llego, hoy martes 19 de marzo de 2014, al Palacio de Tribunales, donde se está llevando a cabo el Cuarto Juicio por Delitos de Lesa Humanidad, el mega juicio, donde por primera vez asisten como acusados ex jueces y fiscales, en causas que los involucran por las medidas que tomaron y no debieron tomar, o por las que no tomaron y debieron haber tomado. Junto con ellos, también están acusados militares, policías y agentes penitenciarios.
Llego a Tribunales Provinciales por el acceso chico, que da al este. Veo una cara conocida. Es Carmen. Saludo y abrazo, como siempre que nos encontramos. Previo a la escalera, nos detenemos, está el nuevo mural por la memoria a todo color, y el de siempre, los rostros en blanco y negro de los detenidos desaparecidos, hombres y mujeres, sus caras siempre jóvenes, sus rostros siempre bellos. Faltan ahí muchos rostros todavía. En algún momento lo tendrán, pienso, recordando que ya son más de doscientos. Al lado de este cartel, hay uno nuevo, que alguien desafiante ha puesto precisamente ahí. Resaltan algunas palabras: “Montoneros… invento…desaparecidos… constitución…justicia…” Carmen y yo, estupefactos, indignados, la boca sin lograr pronunciar palabra, subimos la corta escalera y vamos a entrar: tres gendarmes en uniforme nos piden documentos en mano por favor, pasamos la puerta, varios policías provinciales, un escritorio, anotan datos si somos familiares, de algún organismo, o simplemente público. Pasen por ahí por favor. “Ahí”, es otro policía que nos pide sacarnos los objetos metálicos o celular que tengamos en la ropa, dejar el bolso o la cartera a un costado, para poder escanearnos el cuerpo con la paleta detectora de metales similar a las que existen en los aeropuertos. Después debemos abrir el bolso o la cartera, mostrar el contenido… ya pueden pasar.
Entramos. Carmen busca rostros conocidos, yo tras ella, nos sentamos. Carmen sigue indignada por los carteles de afuera, yo sigo estupefacto, casi con temor. Me dedico a mirar el recinto.
Es un enorme cubo, de altas paredes, a la izquierda, y a la derecha, con altas ventanas, cada una de las cuales tiene a izquierda y derecha larguísimas, pesadas, suntuosas cortinas bordó, o color obispo, como de terciopelo, algo así. En el techo, alto muy alto, se destacan enormes parrillas que albergan, encendidas, poderosas luces de bajo consumo. En el piso, a la izquierda y derecha de un pasillo central, hay sillas y sillas y sillas. Cuento filas, diez por nueve, más o menos, de uno y otro lado. La mitad izquierda ocupada hasta la mitad, la mitad derecha ocupada casi en dos tercios. Al frente y al fondo de las filas de la izquierda, se encuentran los acusados, entre los cuales hay ex jueces, ex policías y ex penitenciarios, rodeados, custodiados por policías penitenciarios de pie, en ropa de fajina, con chalecos antibalas. Los acusados tienen sus abogados defensores sentados al frente, en escritorios largos y sencillos, con micrófonos. Al frente y a la derecha del salón, los abogados, fiscales acusadores y querellantes, sentados frente a escritorios largos y sencillos, con micrófonos.
Al frente y centro y fondo del salón, sobre una tarima en escalera ascendente y descendente, el estrado, alto escritorio del tribunal que juzgará. Dos los más bajos, luego dos medios y al centro el más alto de todos, indudablemente el del presidente. Hace muchos años atrás, un juez me explicaba: el escritorio y la silla de un juez tienen que estar “por sobre”, “ser más altos que”, para poder contemplar serenamente, y decidir, justamente, con justicia. Al frente y centro del estrado, una gran talla en madera del escudo provincial, y en los extremos en relieve, los clásico platillos en perfecto equilibrio, representación del perfecto equilibrio que siempre deben tener los que juzgan. Sobre la pared, a la derecha, rectángulos metálicos en rueda identifican el reloj original. Sus manecillas, rectangulares también, están detenidas marcando dos minutos antes de la hora seis de algún día del pasado, de hace mucho, mucho tiempo.
En el pasillo central, hay tres camarógrafos con sus cámaras digitales montadas sobre trípodes, filmando todo lo que sucede. Recorro con la vista las sillas ocupadas a la derecha, reconozco por sus canas y sus rostros a algunas de las víctimas o sus familiares. Nos reconocemos solidariamente entre varios, un apretón de manos, un abrazo palmeteado, un fugaz entrecruzar de dedos, un beso en la mejilla, los ojos y las miradas esperanzadas. Allá hay una madre de un desaparecido, acá el esposo de una desaparecida, allá la viuda de un militante desaparecido, allá la hija de un padre desaparecido, acá una ex presa, acá un ex detenido, militante, estudiante, gremialista, o simple vecino, amade casa, laburante anónimo. Todos esperando, serenos, expectantes, muchas de nuestras miradas hacia donde suponemos están familiares de los acusados. Y los acusados mismos. Allá los rostros tienen otra cara, las bocas no sonríen, los ojos tienen otra mirada, la memoria otro tipo de recuerdos.
En algún momento todo comienza, por fin, el presidente del tribunal pregunta por teleconferencia si están allá y más allá de la provincia tales y tales personas, y acá… escuchó nombres y apellidos que últimamente reconozco, Otilio Irineo Roque Romano, Luis Miret, Guillermo Max Petra, Rolando Evaristo Carrizo, Gabriel Guzzo. Casi todos dicen buenos días protocolares, al ser presentados por el presidente. No sé en qué momento el fiscal comienza a relatar, preciso, rápido, los hechos… me pierdo. Es una vorágine de nombres, procedimientos, operativos, balazos, detenciones, hasta que resalta “presentaron un Habeas Corpus”
( Constitución Nacional Argentina, Art. 43, in fine: []cuando el derecho lesionado, restringido, alterado o amenazado fuera la libertad física, o en caso de agravamiento ilegítimo en la forma o condiciones de detención, o en el de desaparición forzada de personas, la acción de hábeas corpus podrá ser interpuesta por el afectado o por cualquiera en su favor y el juez resolverá de inmediato, aún durante la vigencia del estado de sitio )
Pienso en la Justicia, en jueces, en la Constitución Argentina, la Ley de leyes, la más grande de todas, a las que todos deben estar subordinados) cuando alguien, el padre o la madre de un pibe, un joven o un hombre grande, pidió el Habeas Corpus para su hijo, pienso en eso cuando escucho que a los detenidos los golpeaban salvajemente, a todos les cubrían las cabezas con una capucha, o les tapaban los ojos con una venda mugrienta, a muchos los acostaban sobre una mesa, los agarraban entre varios, y alguien les apretaba los pulgares para meterle los ojos, y a otros les sacaban los testículos y se los apretaban, mientras a otros se les subían por las nalgas desnudadas, y a otros les metían corriente, la picana, por el pene o por el ano, y a otros los entraban y sacaban de una celda, o de un cuarto minúsculo, donde el mismo recipiente era para orinar, el mismo recipiente para beber, un bollo de pan por toda comida para comer, y de entrada o de salida de la celda, o del cuartucho miserable, la brutal trompeadura en el estómago, o donde hiciera más daño. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez… y por ahí, por fin, a confesarlo todo, por escrito y bajo firma, soy culpable, soy culpable, pero no me pasen más la máquina, y ellos, algunos, se animaron a denunciarlo ante los jueces, pero no fueron escuchados, y otros fueron inculpados por esos jueces que dictaminarons que los detenidos habían reconocido que eran culpables, declarado legítimamente y sin apremios.
Pienso en eso cuando alguien, el padre o la madre de una piba, una joven o una mujer grande, pidió el Habeas Corpus para su hija, pienso en eso cuando escucho que a las detenidas las golpeaban salvajemente, a todas, a todas les cubrían las cabezas con una capucha, o les tapaban los ojos con una venda mugrienta, a muchas las acostaban sobre una mesa, las agarraban entre varios, y alguien les apretaba los senos, y a otras les metían los dedos o un palo en la vagina, y a otras se les subían por las nalgas desnudadas, y a otras les metían corriente, la picana, por la vagina o por los dientes, y a otras las entraban y sacaban de una celda, o de un cuarto minúsculo, donde el mismo recipiente era para orinar, el mismo recipiente para beber, un bollo de pan por toda comida para comer, y de entrada o de salida de la celda, o del cuartucho miserable, la brutal trompeadura en el estómago, o donde hiciera más daño, una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez… salvajemente golpeadas salvajemente desnudadas, toqueteadas, abusadas y violadas, y por ahí, por fin, a confesarlo todo, por escrito y bajo firma, soy culpable, soy culpable, pero ya basta de todo esto, y ellas, algunas, se animaron a denunciarlo ante los jueces, pero no fueron escuchadas, y otras fueron inculpadas por haber reconocido que eran culpables, declarado legítimamente y sin apremios.
Pienso en el Habeas Corpus y la Constitución, cuando escucho que a veces, las golpeadas y los golpeados, escuchaban encapuchados los gritos de su esposo o esposa, de su novia o de su amante, o como se decía en aquellos años con orgullo, de mi compañera o de mi compañero, o de un conocido o de un desconocido, y escuchaban, o pudieron ver a alguien casi muriéndose, desarmado por los golpes, desangrándose en su sangre, desnudo de toda ropa, desnudos de toda higiene, mínimamente humana, y ellas y ellos denunciaron, pero no fueron escuchados por los jueces.
Pienso en el Habeas Corpus y la Constitución y el art. 43 cuando escucho acusar que algunas eran madres detenidas por subversivas o presunta subversión, o por las dudas, o porque algún expediente lo decía, algún seguimiento de las fuerzas armadas o de seguridad, de uniforme o de civil, que debían ser detenidas junto con la panza de su embarazo, su bebé de meses o apenas cuatro años, pocos años, subversivos terroristas a futuro, no hubo nada más terrorista y amenazador para esos jueces, militares, policías o penitenciarios que una panza de embarazada, un bebé de pocos meses, o apenas cuatro años. Ellas denunciaron pero no fueron escuchados por los jueces.
Nada más terrorista y amenazador que los apenas 17 años de esa mujer tan joven y bonita, tan menor de edad, tan peligrosamente bella, tan necesaria de ser salvajemente violada. ¿Acaso cualquier violación, no es en sí mismo una salvajada humana? Alguien en la oscuridad, escuchó los gritos desgarrados de esa mujercita que todavía se llama Luz, ella denunció, pero no fue escuchada por los jueces.
A uno de los lugares de tortura los torturadores le llamaban Sala de canto y solfeo, uno de los acusados, recociendo a un vecino del barrio, detenido por equivocación, y a quien también por las dudas torturaron, le explicó, si no torturamos ¿cómo vamos a saber lo que necesitamos?
Me parece despertar de un sueño, de una terrible pesadilla, cuando el presidente del tribunal anuncia, un breve receso. Son las dos de la tarde en punto, no he almorzado pero no tengo hambre, necesito fumar, allá viene una mujer de mi edad, un nombre como el de otros tantos, Alicia y sus canas, hoy más canosa y avejentada que de costumbre, casi encorvada, sostenidas por uno o dos brazos solidarios. Dice apenas audible, “una lo sabe, una lo ha vivido, pero hoy otra vez volver a revivirlo… es duro, es muy duro”. Vamos, dice Carmen, vamos a fuera a respirar aire.
Afuera somos varios y varias los que fumamos, casi con rabia, como queriendo fumarnos el alma y que no duelan tanto los tantos recuerdos. Vamos hacia donde estaban los carteles de la infamia y del agravio, ya los han sacado por orden judicial. Un periodista acreditado me pregunta ¿sabés lo que decían no? Sí, le digo, uno decía que “los montoneros inventaron 30.00 desaparecidos para cobrar subsidios de Holanda”, otro “que los jueces, los actuales, hagan respetar la constitución” . Y el último, “no hay justicia, pedimos libertad para nuestros presos políticos”,diciendo que son presos políticos los ex jueces, militares, policías o penitenciarios.
Pienso en todo esto cuando tomo el micro para volver hasta mi casa, y en la frase final de algún escrito judicial: SERÁ JUSTICIA. En eso creo, pienso cuando el micro arranca, que después de treinta y nueve años, tal vez, empiece a ser justa la justicia.