29-12-2023 | En la última audiencia del año declaró Norma Graciela Arenas, secuestrada en noviembre del 76 y cautiva dos meses en el D2. Habló de la violencia sin límites y destacó la solidaridad de las personas detenidas en contraposición a la miseria de los captores. Finalizó pidiéndole a los imputados que rompan el pacto de silencio. El debate continuará el 9 de febrero de 2024 a las 9:30.
El 13.° juicio por delitos de lesa humanidad tuvo su última audiencia de 2023. En esta ocasión declaró Norma Graciela Arenas, quien ya prestó testimonio en el juicio a los jueces, en 2014. Como de costumbre, el presidente del tribunal, Alberto Carelli, preguntó si acordaba la testigo con que su declaración se transmitiera por el canal de YouTube del Poder Judicial de la Nación. “Creo que esto es un hecho histórico, así que está muy bien”, respondió ella, y añadió: “Quiero profundizar en esos hechos. He venido acá a contar lo que nunca me atreví a contar”. Más adelante explicó: “De alguna manera he venido a este lugar para reparar a aquella joven desamparada que fui”.
Norma era de Rivadavia. Su padre fue obrero de la bodega Gargantini y su madre ama de casa. A comienzos de los setenta se mudó a estudiar a La Plata y se incorporó a la Juventud Peronista. En una unidad básica daba apoyo escolar. Poco después regresó a Mendoza y se inscribió en la carrera de Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, donde participó de la agrupación Azul y Blanco de la Juventud Universitaria Peronista. Con el golpe de Estado, la actividad se paralizó.
En noviembre de 1976 la testigo tenía 21 años y vivía en una pensión humilde del centro. El 23 de ese mes salió por la mañana para asistir a consulta en la facultad porque estaba por rendir latín. Cuando caminaba por la calle Paso de Los Andes le pareció notar que dos hombres que conducían un Fiat 128 la miraban. Bajaron, le pidieron sus documentos y antes de que pudiera identificarse uno de los captores se anticipó y dijo su nombre. La secuestraron y la introdujeron al vehículo. “A partir de ahí empieza como una película”, refirió. Cerca de los portones del parque la hicieron agachar, le arrancaron una cadenita de plata y la vendaron. “Me preguntaron si conocía Papagayos, que iba a ir a parar a Papagayos”. Cuando Norma respondió que se dirigía a la facultad, le reprocharon: “Ya empezás a mentir”.
Una vez en el D2, la obligaron a bajar a una especie de sótano donde la desnudaron y ataron a un camastro. Notó que alguien le tomaba la presión. “Soy un médico”, dijo el hombre. “Qué hijo de puta que sos”, pensó Norma. Posteriormente le abrieron las piernas y comenzó el interrogatorio mientras aplicaban picana en la vagina y el ano. La testigo fue contundente en su relato: “Eso se llama violación. Violación en grupo. Me quemaban cigarrillos en los pechos. Este es el lugar [ante el tribunal] donde tienen que llamarse las cosas por su nombre”. Las preguntas, además de aquellas “aberrantes” y sexualmente morbosas, giraban en torno a los nombres de personas con las que se vinculaba, el sitio al que se dirigía, sus actividades. “Querían saber rápido, estaban apurados, porque yo iba a una cita y podían agarrar a alguien”, ironizó. En determinado momento el médico recomendó que pararan con la picana porque la joven no aguantaría.
Luego la alojaron en uno de los calabozos de dimensiones mínimas, atada con las manos atrás en una posición incómoda y dolorosa. “Cuando digo que me ataron atrás, no era con esposas. Diría que las esposas son cómodas”, recordó con dolor. Estuvo días así. No le daban nada de beber por la picana eléctrica, y comía una sola vez al día una sopa de mondongo, llena de grasa. La amenazaron más de una vez con volver a llevarla a la sala de torturas y siempre entraban a golpearla, patearla y manosearla. “Es el terror, es la barbaridad (…) una bolsa de papa valía más que yo, porque sirve para comer. Yo era solo un pedazo de carne”. Recordó que pensaba qué tortura prefería antes que otras que le hacían peor y que incluso deseó la muerte.
“Hay que ponerle un nombre: se llama crueldad”, sostuvo, y los agentes del D2 estaban preparados para eso, agregó. El primer día había sido fuerte, se defendió, pateó, gritó. Pero el tercer día ya estaba muy débil, dolorida, sin energía, abatida. Los perpetradores sabían que eso era así. Ellos incluso le describían cómo iban a matar a su papá. “Mientras tanto, el terror consume a las personas y una a esa altura se lo cree todo porque todo es diabólico. (…) ¿Esas son personas, qué son?”, preguntó. Por fuera había más gente, movimiento. Además, escuchaba voces por un altoparlante y suponía que estaba en un edificio público de la Policía.
De su detención recordó también la lógica de la delación y la desconfianza a la que sometían a las personas cautivas. Cuando ella ya estaba en las celdas, trajeron a un grupo de jóvenes también secuestrados y el oficial al que apodaban “Mechón Blanco” (Manuel Bustos Medina) le dijo a Rosa Gómez que Norma había hablado en la tortura: “A esa piba le metimos una cachetada y empezó a hablar. Le tuvimos que pegar dos cachetadas para que se callara la boca”. Reflexionó la testigo: “En este odio, cómo les jodía cuando veían entre nosotros muestras de amor y solidaridad —y, mirando a los imputados— porque entre ustedes no había solidaridad, había desconfianza. Ellos eran la bajeza humana y nosotros, el más alto sentido de la solidaridad”.
Como ejemplo recordó que un día un oficial rubio y joven la sacó de su calabozo e intentó besarla y manosearla en el pasillo. Le partió el labio de un golpe cuando ella, para resistirse, le dijo “¿no tenés madre?”. Para que no avanzara el abuso, su compañero de cautiverio Jorge Becerra quiso distraer la atención del policía y empezó a patear su celda. Había ingresado enyesado y de tantos golpes que le dieron le partieron el yeso. “No sé si hay un acto de amor y solidaridad más alta que dejarse pegar, porque en uno de esos golpes se te iba la vida. A Jorge Becerra le estaré de por vida agradecida”, aseguró.
Su familia supo recién diez días después de su secuestro que ella estaba desaparecida, cuando su hermano de 14 años viajó hasta el centro y le dijeron que Norma nunca había vuelto. Su madre, que apenas sabía leer y escribir, estuvo en Tribunales pero no fue bien recibida. Entonces un hombre “bien vestido”, abogado, la invitó a tomar un café y le explicó que estaban desapareciendo personas y que él haría un habeas corpus. Aunque la mujer “no entendía nada”, se presentó nuevamente a buscar la respuesta del escrito, que resultó negativa. “Esos recorridos que han hecho nuestras madres, qué profunda valentía”, destacó la testigo.
Oyarzábal, el subjefe del D2, también era de Rivadavia y por el contacto de un tío de Norma Arenas que tenía una bodega lograron saber que ella estaba en el Palacio Policial. Su madre pudo ir a verla. Para eso, a la joven le hicieron elegir ropa entre un montón de prendas en donde ella reconoció la suya y se encontraron en una habitación con dos hombres que portaban armas largas. No les permitieron tocarse. Ella le rogó a su mamá que no la dejara; la madre le aseguró que la iba a buscar donde fuera. Los captores entendieron que Norma le había dado un mensaje secreto a su mamá y el maltrato recrudeció en el centro clandestino.
Su hermano mayor, Miguel, también era militante peronista y trabajaba en Petroquímica Mosconi, en La Plata. Viajó a Mendoza tras enterarse del secuestro de Norma con un papel firmado por su jefe –un coronel ingeniero– para “cuidarlo”, una especie de “salvoconducto”. No obstante, fue detenido en la casa familiar. Mientras lo retiraban, su madre insistía “Miguel, llevá el papel”. En el D2 siempre se escuchaban gritos de las torturas, pero lo más doloroso para Norma fue la vez que descubrió que los gritos de la tortura eran de su hermano. Supo por un amigo de él que lo liberaron antes y que estuvo a punto de tener un desprendimiento de retina cuando le dijeron que su hermana había sido violada por todos en el D2. Nunca hablaron del tema en la familia. “¿A quién le iba a contar las barbaridades que me habían hecho?”, se preguntó. “Yo quedé en un lugar tan vulnerable”.
Del cautiverio también recordó, además de Rosa Gómez y Jorge Becerra, a Hilda Isabel Núñez, que llegó con su bebé y no la podía amamantar de los nervios que tenía. También a Miguel Ángel Rodríguez, quien era claro, solidario y simpático. Se hablaban “en mudo”, escribiendo letras por la mirilla. Ella se rio toda una mañana una vez que él escribió “había” sin hache y con v.
Estuvo hasta el 10 de enero en el D2. Allí, aseguró, los valores estaban invertidos. Cuando llevaron a un acusado de matar a un taxista, le dijeron que tuviera cuidado de ella: “Fíjese usted, fiscal, qué distorsión de todo”.
Itinerario de persecuciones
A pedido de la fiscalía, Norma reconstruyó los episodios de seguimiento que padeció antes de su detención. Cuando ocurrió el golpe, la testigo se encontró con Mónica Cerutti –compañera de la facultad– en San Juan y Alem de Ciudad. “Me parece que hay dos hombres que nos están mirando”, le dijo a su amiga. A la altura de la Plaza España los dejó acercarse, dio media vuelta y salió corriendo. Se escondió en una obra en construcción en la calle 9 de Julio.
Con uno de ellos se reencontró más adelante en la sala de tortura. El hombre se sacó el cinturón y quiso que Norma se arrodillara. Ella gritaba tanto que pensó que se desmayaba y logró clavarle los dientes en el antebrazo. Después le reprochó: “Por culpa tuya mi mujer se enojó conmigo, me dijo ‘esta boquita es de una pibita”.
Norma supo que el operativo de su secuestro comenzó el 22 de noviembre cuando fue a inscribirse a la mesa de examen de la facultad, tal como le confirmó “Mechón Blanco” en el D2. Al presentar su documento para la inscripción, el personal de la facultad mencionó algo de un accidente que la alertó y la testigo salió rápido del edificio para subirse al colectivo. El policía le explicó que la siguieron hasta su pensión y la esperaron toda la noche. Por la mañana, cuando se disponía a asistir a consulta, fue finalmente secuestrada.
Tras un mes y medio en el D2, la trasladaron a la penitenciaría. Allí compartió celda con Laura Marchevsky. En febrero la interrogaron vendada una vez más, ahora dentro del penal. Recuperó la libertad en abril de 1977. Cuando firmó la liberación, su firma tocó la del coronel y fue regañada. Logró ver que decía “subzona 33”. Nunca supo la causa de su detención.
Se refirió a las dificultades de esos años posteriores: “Fiscal, la vida se sigue como se puede y con los recursos que tenemos”. Volvió a Rivadavia y no logró conseguir trabajo. Se mantuvo dando clases particulares. Estudió en la Alianza Francesa y un año más tarde tomó la decisión de regresar a la facultad de la que no había sido expulsada. Vivió en pensiones y trabajó “en todo lo posible”: servicio doméstico cama adentro, venta de libros, clases particulares. Finalmente, su amigo Pedro Straniero la recomendó para la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras: “Gracias a los vínculos humanos uno sobrevive”.
“Coraje es la valentía nacida del amor”
“Soy una persona agradecida en la vida”, continuó, “de tener lo que tengo, de estar viva, de poder hablar en nombre de los que no pueden hablar”. También destacó el trabajo de reconstrucción de la fiscalía y del “gran periodista” Rodrigo Sepúlveda. “¿Y cómo no agradecer a las Madres ya las Abuelas de Plaza de Mayo, mujeres con un coraje enorme? (…) Me voy a detener en el término ‘coraje’. Coraje es la valentía nacida del amor. Ser valiente no es fácil”, agregó. En este punto interpeló a los imputados: “A lo mejor para ustedes era fácil, porque andaban con una pistola, porque tenían una estructura del Estado que los sostenía”.
Consideró que para ser valiente es necesario vencer los miedos, las habladurías. “Lo que mueve es el amor. Parece ñoño, no es ñoño. No voy a usar una categoría política ni sociológica, voy a usar una categoría humana muy importante como es el amor versus el odio y la muerte (…) El amor nos hace crecer, nos transforma. Hoy hice un recorrido por el infierno más temido de mi vida y uno sale a flote por el amor. Por el amor uno estudia, crea, tiene hijos. El odio trae resentimiento, inmoviliza”.
Concluyó su extensa declaración con un llamado directo a los acusados del juicio: “Parada desde ese lugar lleno de amor que me dieron mis padres, que me mostraron mis amigos, mis hermanos les pido, les ruego, les exijo que rompan el pacto de silencio que tienen entre ustedes y digan, si es que todavía tienen algún valor –porque valentía no les conocí–, digan (…) a dónde tiraron, en qué oscuro rincón dejaron a nuestros desaparecidos. Reparen, por favor, algo de las barbaridades que hicieron”.
El juicio continuará el 9 de febrero de 2024 a las 9:30.