AUDIENCIA 9 / LA PERSECUCIÓN A SINDICALISTAS BANCARIOS

24-11-2023 | Declararon Luis Ocaña y Alberto Córdoba, dos gremialistas del Banco de Previsión Social y el Banco Mendoza, respectivamente. Contaron su periplo por distintos lugares de detención hasta que consiguieron la libertad. La próxima audiencia es el lunes 11 de diciembre a las 9:30.

En este repaso por testimonios representativos de los operativos y momentos del D2, el tribunal escuchó los relatos de dos trabajadores bancarios perseguidos desde antes de la dictadura por su participación en las comisiones gremiales internas. Se trata de Luis Gabriel Ocaña, del Banco de Previsión Social, y Alberto Córdoba, del Banco Mendoza. Tras su paso por el D2, estuvieron detenidos por años.

Luis Ocaña

Luis Gabriel Ocaña ha declarado en numerosas instancias previas. Al momento de los hechos era delegado de la comisión gremial interna del Banco de Previsión Social. Antes de su detención vivió episodios de amenazas y violencia. Precisamente, explicó que el suyo fue un “secuestro anunciado”. La comisión había recibido amenazas escritas en los ascensores del banco, en Gutiérrez y España de Ciudad. “Varias veces vimos los nombres de los integrantes y ‘déjense de macanear porque les va a llegar la noche antes de tiempo’”. Poco después, el jefe de la Policía de Mendoza, vicecomodoro Santuccione, “gentilmente mandó un patrullero” que trasladó a Andrés Cervine, Heriberto Lozano y Ocaña frente a él. “Nos repitió casi textualmente los mensajes que veíamos en los ascensores. Déjense de macanear por pedidos de aumento y mejores condiciones de trabajo”, relató. 

Cerca del 10 de octubre de 1975, a las dos de la mañana, explotó una bomba de “altísimo poder” frente a su domicilio, en Villa Nueva, Guaymallén, que dejó un boquete en el piso de varios metros de diámetro y medio metro de profundidad frente al portón de entrada de la casa frontal, donde residía un suboficial del Ejército de apellido Negrette. El Citroën del testigo se incendió y tapó la puerta que conducía a su departamento interno, razón por la cual los policías entraron por la casa del militar. Ocaña recordó que debido a la explosión cayó un palo que sostenía el techo sobre el moisés de una de las hijas de su vecino. También se habían roto los vidrios de las casas. 

Declara Luis Ocaña. Junto a él, una represente del Equipo de Acompañamieto

Al oír el ataque, Ocaña dejó a sus hijos con su cuñada, que vivía al fondo del pasillo. Allí se lastimó el pie con los trozos de las ventanas. En ese momento vio que la medianera estaba repleta de policías armados. Lo redujeron y, luego de destrozar su vivienda, lo subieron a un patrullero ante las preguntas de sus vecinos y vecinas. “¿Cómo que no tenés explosivos?”, reclamaban sus captores luego de escuchar que los neumáticos del auto estallaban por el incendio. 

El testigo fue trasladado junto a su esposa a la Comisaría 25. Cuando pidió una pinza para sacarse el vidrio incrustado, le respondieron: “¿No has pensado en el sufrimiento del policía que está cuidando tu casa?”. Las personas presentes vestían uniforme policial. No le tomaron declaración alguna ni hubo causa judicial por el episodio, que salió en la prensa con el título “Explotó una bomba en la casa de un gremialista”.  

Temprano por la mañana ya había unos treinta compañeros del banco pidiendo su libertad. Luego de liberarlo, se organizó una asamblea en el banco donde Ocaña relató lo vivido. A la noche siguiente ametrallaron la ventana del frente de su casa. Entonces consideró que volver al banco era riesgoso y se instaló con su esposa e hijos en la finca donde residía su familia, en Rivadavia. 

Fiscalía y querella

Dos semanas más tarde, volvió a la ciudad y retiró documentación del banco. Luego se dirigió a su vivienda para constatar cómo estaban su cuñada y su vecino, pero fue interceptado cuando bajó del trole entre Alberdi y Godoy Cruz. Un Falcon se paró delante de él, quiso correr pero fue secuestrado. Le pusieron una venda y sustrajeron su libreta de enrolamiento. 

El fiscal Daniel Rodríguez Infante preguntó por el documento dado que el acta de su detención señala que la captura ocurrió el 7 de noviembre de 1975 en el domicilio de Anabel Tortajada, lugar donde además se habría encontrado la libreta de enrolamiento de Ocaña. El testigo explicó que se enteró por los juicios de este detalle pero a Tortajada la conoció recién en el D2.  

Luego del secuestro, Luis cree que fue conducido a una comisaría. El testigo explicó que en esa época actuaban los comandos como el Pío XII, con carácter moralizador, y era normal que secuestraran a las trabajadoras sexuales de la cuarta sección. Mientras permanecía vendado y maniatado en el piso, se topó con una de ellas, a quien pidió que diera aviso a su familia. La mujer, una vez liberada, efectivamente se contactó con la madre de Ocaña.

Posteriormente el hombre fue trasladado al D2 en la parte trasera de un auto. El ingreso se produjo entre golpes de dos o más personas. Relató que cree haber entrado por calle Peltier y mencionó que el camino era de tierra. Refirió haber atravesado escaleras y luego ingresó a una celda.

En los interrogatorios, que ocurrieron dos pisos debajo de los calabozos, las primeras preguntas fueron muy rápidas porque conocían de quiénes hablaban. “Me preguntaban por la filiación de los compañeros de la comisión gremial interna y la intersindical de la Bancaria: Pablo Marín y José Vila Bustos”. Este último trabajaba en el Banco de Mendoza. Ocaña supo con posterioridad que había sido detenido en el banco y fue desaparecido. El testigo fue sometido a golpes, submarino y picana. En una de las sesiones de tortura le hicieron firmar algo que no vio debido a la venda. 

Las condiciones del D2 coinciden con las descripciones de otras víctimas: celdas pequeñas sin cama ni muebles y salida al baño cuando sus captores lo decidían. “Ellos dirigían nuestras necesidades”. Para la comida abrían la celda y le tiraban un plato en el suelo. Permaneció vendado. 

Relató que en una ocasión le hicieron escuchar en la celda un cassette “con la voz de sus hijos”. Por las condiciones en que estaba, se permitió dudar de que fuera cierto. También declaró que más de una vez entraban a violar a alguna compañera. Además, en un momento de cierta tranquilidad lo bajaron a un piso donde le pintaron los dedos y le preguntaron por Anabel Tortajada. Recordó que se oían ruidos sobre las celdas, “trajín” policial. 

Defensas e imputados

“Cada vez que subía alguien de la tortura, nos dábamos cuenta por el ruido”, refirió. Las víctimas se comunicaban entre sí. El testigo se permitió una anécdota con tono humorístico sobre el efecto de la picana. Luego de ser interrogado, Emilio Concha Cortés, que era oriundo del país trasandino, dijo en su “exquisito” chileno: “lo que más me molesta de la picana es el olor a pelo quemado”. Es decir, “venía todo lleno de llagas pero le molestaba el olor”, explicó. Durante el cautiverio conoció a Anabel Tortajada, que tenía todos los talones pelados, magullados, “como si hubiera resistido a una atadura”. La mujer tenía un hijo pequeño y hablaba constantemente de él. 

En determinado momento el grupo que componía la misma causa fue trasladado en un móvil policial al juzgado federal, donde se cruzó a un excompañero de seminario que le hizo una seña negativa. Entonces, cuando le preguntaron si quería declarar, Ocaña se abstuvo. 

La víctima permaneció en el D2 veinte días, hasta el 20 de noviembre de 1975. Su familia pudo localizarlo recién cuando ingresó al penal de Boulogne Sur Mer. Posteriormente, en la cárcel de La Plata le tomó declaración el juez Guzzo. El letrado le preguntó por su pertenencia a la izquierda revolucionaria. Lo condenaron a siete años porque su libreta de enrolamiento había sido encontrada “en la casa de una guerrillera”. Luego la Cámara Federal lo absolvió y ya en la cárcel de Caseros, en 1982, le dieron la opción para salir del país con destino a Francia. 

La abogada querellante Viviana Beigel consultó al testigo por la militancia gremial y las reivindicaciones de su grupo. Ocaña explicó que había dos ejes. Por un lado, no les pagaban las horas extra. A modo de castigo, a Pablo Marín y a otros les hicieron cumplir las siete horas de la jornada de noche, solos y en una oficina. Los reclamos aumentaron y como no podían negarles la entrada al banco, sus compañeros iban a acompañarlos. El otro reclamo se dirigía a la llamada “burocracia sindical”, que era reacia a la existencia de las comisiones gremiales internas, elegidas por las bases. La comisión exigía el cumplimiento del estatuto. “Era un gremio difícil, nosotros no éramos banqueros, éramos bancarios, empleados como todos los demás”. Una de las medidas que más molestaba a la jerarquía del banco era vestir de forma “menos almidonada”.  

Declara Luis Ocaña. Junto a él, una representante del Equipo de Acompañamiento

Por último, el testigo aportó un recorte periodístico del diario Los Andes con las fotos de los trabajadores bancarios secuestrados. En el cuerpo de la nota, con el subtítulo “fuentes de indagación”, el diario señalaba que había resultado difícil reunir información porque a sus periodistas se les había negado el acceso al juzgado federal, “hecho nuevo para la prensa”. “Estas cosas las publicaba Don Antonio”, aclaró, en referencia a Antonio Di Benedetto, que luego fue su compañero de celda en la cárcel de Mendoza. 

Alberto Córdoba

Ramón Alberto Córdoba declaró varias veces con anterioridad, tanto en la etapa de instrucción como en el juicio oral, y todo eso es prueba en esta causa. El fiscal Daniel Rodríguez Infante le hizo algunas preguntas sobre su militancia, su secuestro en el D2 y su recorrido carcelario. Alberto contó, una vez más y generosamente como siempre, lo que le sucedió durante la dictadura.

Trabajaba en la sucursal Villanueva del Banco Mendoza, donde era delegado sindical y formaba parte de la Comisión Gremial Interna (CGI). Militaba en la Juventud Peronista (JP). El 30 de junio de 1976 dejó a su esposa en su trabajo en Casa de Gobierno y siguió manejando por la Costanera hacia el banco. A la altura de la terminal, lo interceptaron dos vehículos de los que se bajaron varios hombres, lo sacaron de su auto, le apuntaron con armas y lo depositaron en el piso de un Citroën 3CV que, reconoció, era de una compañera secuestrada. Le dieron muchas vueltas para desorientarlo hasta que llegó al D2, supo después.

Declara Ramón Alberto Córdoba. Junto a él, una representante del Equipo de Acompañamiento

Allí lo dejaron mucho tiempo en una oficina oscura y recuerda haberse preocupado más por su familia que por su propia seguridad, a pesar de que lo llevaban de los pelos y le gritaban cosas como “zurdo, hijo de puta, puto”. Córdoba supone que estaban esperando que llegara el interrogador. Cuando lo sacaron de allí lo llevaron a un cuarto cercano donde escuchó algunas voces, lo insultaron, lo golpearon, lo desnudaron y lo ataron en una cama metálica para comenzar a interrogarlo bajo tortura. No veía caras, pero el que hacía las preguntas tenía acento porteño, aseguró. Tras brutales agresiones y picana en zonas sensibles como boca y genitales, pararon un momento, un hombre lo auscultó y avisó que podía seguir resistiendo la tortura. Y siguió.

Cuando se vistió después de la tortura notó que no tenía su anillo de casado, de oro blanco, diseñado por él mismo, y se lo vio a un guardia al día siguiente. Lo sacaron de ese lugar en pésimas condiciones y, tras atravesar el edificio lleno de gente trabajando, lo arrojaron a un calabozo con tragaluz, que con el pasar de los días notó que le permitía saber el momento del día. También podía escuchar arengas del jefe a los policías en la explanada.

Él pedía agua, pero no le daban y supuso que era contraproducente. Estaba esposado y con los ojos vendados. Alberto reconoció la voz de la mujer que abrió la puerta para darle de comer. Era Alicia Morales, compañera de la carrera de Diseño Industrial allí detenida y dueña del auto en el que se lo llevaron cuando lo detuvieron: “Tranquilo, de acá vamos a salir bien”. Se enteró de que estaban en el D2 porque ella se lo dijo. Las mujeres estaban alojadas en las celdas grandes del fondo y los hombres de a dos en los calabozos pequeños, recordó. No tenían colchón ni frazada; tampoco les permitían higienizarse.

En la zona de los calabozos las agresiones eran sistemáticas. Escuchaban, por el sigilo con el que entraban, cuando los policías abrían la puerta para violar a alguna compañera. Ellos podían presentirlo por el momento de tensión que se generaba. Días después, las chicas les contaron. En una ocasión les hicieron ponerse en dos filas enfrentadas para golpear al que pasaba por el medio, pero algunos se negaron y los volvieron a encerrar. También recordó que una vez a él y otro compañero los obligaron a llevar a una chica rubia y con una trenza en muy mal estado a la celda grande con las demás mujeres. La apodaron “la Vikinga” para nombrarla de alguna manera y, sobre todo, recordarla. Una hora más tarde se la llevaron y supieron mucho tiempo después que era enfermera y había sobrevivido.

Ramón Alberto Córdoba

Notaban un cambio en el trato cuando el personal de guardia se emborrachaba. En este ablandamiento de las condiciones les pudieron ver la cara a muchos que les resultaban conocidos porque prestaban servicio de seguridad en el banco. Se alegraban y se jactaban de que las personas detenidas no iban a salir con vida. Un día lo sacaron de la celda sin venda y lo llevaron a una oficina en el mismo piso de los calabozos, donde lo esperaba su hermano, que era militar y había ido a verlo. Para llegar hasta ahí pasó entre la gente que estaba en sus escritorios trabajando. Eso no hizo que cambiaran las brutales condiciones de detención, pero Alberto considera que ese evento le salvó la vida.

Del grupo alojado clandestinamente en las celdas del D2 recordó a Daniel Ubertone, su compañero bancario y amigo, detenido el mismo día que él. También a María Luisa Sánchez (con sus nenas), Alicia Morales (con su hija y su hijo), Rosa Gómez y Olga, cuyo apellido no retuvo, y ya falleció. De los perpetradores recordó a uno muy violento que apodaban “Facundo”, pero de los otros, solo los rostros: “Los nombres no los recuerdo, pero las caras uno no las olvida”.

El 12 de octubre lo sacaron con otros compañeros, Roque Argentino Luna y Elbio Miguel Belardinelli, y los bajaron en una dependencia que querían hacerles creer que era un regimiento, pero él sabía que estaban en la Comisaría Séptima de Godoy Cruz porque había vivido cerca, estudiado en la Escuela Rawson y tramitado su libreta de enrolamiento en el registro civil de esa seccional. Todo le resultaba familiar, tanto los sonidos, como las voces y las campanadas de la iglesia contigua. El trato allí fue muy duro, lo mantuvieron vendado y acostado y solo con el tiempo les permitieron descubrirse los ojos y hablar a través de la mirilla del calabozo. Cuando iban al baño aprovechaban para lavarse un poco, pero era muy superficial y tenían la misma ropa desde el día de su secuestro.

Integrantes de los organismos de Derechos Humanos saludan a los testigos luego de sus declaraciones

Vio pasar muchas otras personas, incluso mujeres en situación de prostitución que eran detenidas en redadas policiales. Pero los presos políticos como él, Francisco Amaya, Pablo Seydell y Luis Moretti, estaban aislados. Fueron testigos de las torturas a las que los sometieron y estuvieron allí hasta el 11 de enero, cuando los trasladaron a la Penitenciaría de Mendoza.

Recién en la cárcel les cortaron el pelo, los afeitaron, les permitieron bañarse y les dieron ropa limpia (“de preso pero limpia”). Los llevaron al pabellón de detenidos por razones políticas donde también estaban hacinados, pero al menos tenían dos horas al día para salir al sol. Fue un cambio rotundo después de tanta deshumanización, reflexionó Alberto. También desde allí tuvieron, por primera vez desde su secuestro, contacto con el exterior. No porque les permitieran visitas o cartas, sino porque el cura jesuita Latuf llevaba y traía noticias de las familias que, a través de él, se enteraron de que los jóvenes estaban vivos.

No había razones para estar detenido porque, si bien en un consejo de guerra lo habían condenado por asociación ilícita y tenencia de material subversivo, todo era falso, ni siquiera le allanaron la casa para decir que le encontraron algo. En esa pantomima de juicio militar lo sentenciaron a cuatro años y medio de prisión. La causa pasó a la Justicia Federal y aunque allí lo absolvieron en un principio, por alguna presión política revirtieron la sentencia y terminó pasando más de cinco años preso, como resultado de una especie de combo entre las condenas. Lo soltaron el 21 de septiembre de 1981 con un año de libertad vigilada, por lo cual debía presentarse todos los meses en una comisaría a firmar un libro.

Ramón Alberto Córdoba junto a su familia

Ya llegada la democracia, los bancarios se reencontraron, miraron para el costado y vieron que entre los militantes de los 70 había algunos desaparecidos, como José Vila Bustos y Sabino Rosales, cuyo cuerpo fue hallado en el Cuadro 33 del Cementerio de la Ciudad de Mendoza; otros que huyeron, como Emilio Vernet, y otros que sobrevivieron. Cinco de ellos hicieron las presentaciones necesarias para reincorporarse a su trabajo en el Banco Mendoza. Blanco, Ubertone, Capitani, García y Córdoba recuperaron sus empleos y, con el paso de los días, se volvieron a encontrar con “esta gente”, los policías del D2, que se presentaban a cobrar sus sueldos. Muchas veces ellos, que estuvieron secuestrados bajo su guardia, tuvieron que autorizarles los cheques. 

La próxima audiencia es el lunes 11 de diciembre a las 9:30.

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El Colectivo Juicios Mendoza se conformó en 2010 por iniciativa de los Organismos de Derechos Humanos para la cobertura del primer juicio por delitos de lesa humanidad de la Ciudad de Mendoza. Desde ese momento, se dedicó ininterrumpidamente al seguimiento, registro y difusión de los sucesivos procesos judiciales por crímenes cometidos durante el terrorismo de Estado.