22-12-17 | A través del rectángulo del monitor llega marrón sobre marrón. Se puede ver una pared cubierta en madera y un bargueño, roble oscuro, de fondo. En el techo del mueble reposan una estatuilla, posiblemente de esgrima, y algunos trofeos de metal deslucidos. Un sillón estilo francés lo soporta. Todo es viejo y suda rancio
Sobre el fondo oscuro se recorta la figura de Luciano Benjamín Menéndez sentado frente a un micrófono. Espera, casi inerte, enfundado en un saco gris azulado, camisa blanca y corbata oscura. Mira indolente a la cámara. De vez en cuando, rota y reclina la cabeza como para escuchar mejor. Entonces, muestra el casco blanco, los surcos en la frente y unas cejas espesas que suele acomodar con los dedos.
Acostumbrado al atropello, padece la espera y se levanta cuando se le dan las ganas, sin anunciarlo. Deja en suspenso a los y las escuchas hasta que reaparece sin más, sabiendo que su presencia es imprescindible.
Otra vez, de frente a la cámara, muestra los pómulos caídos y los ojos viejos y brumosos. Atrás quedó el brioso general capaz de imprimir terror, hacer crujir la tierra del centro a Cuyo y dormir abrazado a la muerte. Ahora, apenas espera decir las últimas palabras
Entreabre la boca buscando aire y lanza su perorata con voz pastosa. Reclama porque se ha tergiversado la interpretación de los delitos de lesa humanidad, entonces miente con descaro: “jamás nos batimos con quienes no tenían armas”, dice; o tal vez quiere decir: matamos a personas indefensas sin que medie enfrentamiento.
Luego se escuchan ecos del discurso aprendido en Fort Lee, que recorrió el país hace medio siglo. Según Menéndez, en los años 60 y 70, Argentina fue un escenario más de la guerra fría disputada entre EEUU versus Rusia. El comunismo soviético quería adueñarse de la Nación, asegura. Un vano intento de transpolar las disputas internacionales a esta región excéntrica con una historia muy peculiar. Falacia, también utilizada. para insuflar los pechos “nazionalistas”.
Cita a un comandante del ERP postulando la dictadura del proletariado en el intento de respaldar su hipótesis
Luego saca de la manga “un ejército subterráneo (…) de 40.000 hombres” listos para guerra revolucionaria. Los sucesivos gobiernos trataron de reprimirlo sin resultados positivos, asegura. Hace un recuento desde las medidas tomadas por Arturo Illa, pasando por las miles de detenciones en la dictadura en el Onganía-Lanusse y la amnistía de Cámpora. Fue necesario recurrir a las FFAA para “aniquilar a los elementos constitutivos de las organizaciones subversivas”. De paso responsabiliza a la Justicia por su incapacidad para enfrentar la situación.
A las doce personas de San Rafael, por las que se lo acusa: Francisco Tripiana, Héctor Aldo Fagetti, Roberto Osorio, Pascual Sandobal, Ricardo Demetrio Ríos, José Ortemberg, Rolando Berohiza, Marta Guerrera, Rosa Luna, Omar Ozán, Carlos Zapata y José Guillermo Berón no hace referencia, ni las menciona. Al fin son un número, una estadística menor que no merece cuidado. Tampoco se defiende por el cargo de desaparición forzada seguida de muerte.
En cambio, habla de “la esperanza que está en el (su) corazón… como soldado de la patria”. El ex general anhela que “después de años de indignidad”, regresemos a fiel cumplimiento de las leyes y la Constitución.
Con el cinismo intacto, cierra la arenga, exhortando a la Democracia. Sus palabras caen en estampida. Son una provocación, un insulto para quienes conocieron su poder sin límites y sufrieron en carne propia el escarnio de sus crímenes.
Después vendría su indefectible condena.