El papel de las anotaciones
Elba Lilia Morales, representante del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos -MEDH-, se presentó a testimoniar por segunda vez en este juicio. Tras ponerse en contacto con el Tribunal por la cesión de material documental relativo a las primeras investigaciones realizadas respecto a la represión ilegal en Mendoza, fue invitada a explicar a las partes cómo lo obtuvo y en qué consiste. El recorrido de los documentos y sus diferentes valoraciones transita paralelo a las épocas de impunidad o de avances en las investigaciones de la justicia:
“Son borradores -ni documentos firmados o sellados por autoridad legal-, fichas, anotaciones, planillas, bosquejos manuscritos que realizó la instrucción de la Cámara Federal en 1986 y 1987. Después de concluidas las Causas por las leyes de punto final y obediencia debida, nosotros continuamos las investigaciones. Desde la Cámara se nos llamó para retirar documentación que era nuestra, copias, algún libro. Con ello nos fueron ofrecidos los borradores: ´si ustedes lo consideran útiles se los pueden llevar´ -nos dijeron-, y nos los llevamos”.
La investigadora no recuerda quién le entregó el material pero sí que la funcionaria judicial Beatriz Ortiz de Guillén -entonces relatora de la Cámara- está en conocimiento de que puede tratarse de los archivos apuntados por ella. Denunció Elba: “Ya no estaban las Causas, ya se las habían llevado a Córdoba, ya no había nada que hacer. No sólo por el tiempo transcurrido sino por la situación traumática: el golpe más grande fueron las leyes de punto final y obediencia debida. Cuando se cerraron las Causas en el 87 muchos archivos se perdieron”.
“Al tiempo comenzamos a analizar y clasificar en carpetas. Con las leyes de la reparación a las víctimas de la dictadura, la información se tornó más útil para las personas. Con la reapertura de las Causas se volvió un material fundamental por los bosquejos en que se relacionaban víctimas. Por ejemplo, en la causa conocida por nosotros como la de la cestería -contra un grupo de militantes del Partido Comunista Marxista Leninista-, la Cámara trabajó un bosquejo, la unidad de esos hechos. Nosotros seguimos esa línea de trabajo, de pensamiento: ´Esto es una sola cosa´, advertimos con Carlos Venier al repasar lo unido en diagramas y flechas con los nombres de personas del PCML desaparecidas -Vera, Carzolio-. Por otro lado están las fichas, que son anotaciones escritas respecto a víctimas reseñadas en libros del D2. Las fichas adjuntadas son constancias sumamente útiles, de puño y letra de esas indagaciones, números de legajos, fecha de los secuestros, nombres, registros de los detenidos. Tal el caso de Bonoso Pérez por ejemplo, de quien se sabe poco y figura en los registros del D2 entre octubre del 76 y enero del 77”.
Elba explicó la metodología del MEDH: “En todos los casos de las querellas trabajadas hemos revisado esta papelería que a nosotros nos la dieron como papelería de descarte y consideramos de trascendencia, útil a las investigaciones. Siempre hemos compulsado las fichas con las planillas y adjuntado las copias de constancias de trámites, fichas, legajos. Este material es de la Cámara, no es del MEDH. Lo hemos custodiado todos estos años. Por eso lo remitimos al Tribunal. Preguntamos, nos dijeron tráiganlo inmediatamente y ahí está”, dijo señalando a los cuatro biblioratos de los cuales solicitó fotocopias legalizadas para continuar con las investigaciones.
Los sospechosos y la entrevista
En relación al secuestro y desaparición de Ángeles Josefina Gutiérrez de Moyano, se presentó un testigo que solicitó sea reservada su identidad. El testigo conocía a la víctima por referencias de amistades. Sabía de la labor docente de Angelita y que era propietaria de la florería céntrica. Su aporte consistió en haber visto en los días próximos al 20 de abril de 1977 a dos personas sospechosas en plaza España. El testigo había sido víctima días antes de un intento fallido de secuestro en el que pudo ver a algunos de los apresores. Dos de ellos son los que habrían acechado a Gutiérrez. Uno -“el colorado”-, por corroboraciones posteriores con Francisco González -ex detenido en el D2- habría intervenido en los secuestros.
“La entrevista la hice yo, la revista Veintitrés me pidió la nota, la envié y la publicaron. Fernando Morellato había hecho declaraciones a canal 9, donde hablaba de las diferencias entre la policía de antes y la de ahora. Eso motivó la entrevista y la investigación en base a su legajo, que da cuenta de que había detenido a dos personas. En la transcripción del reportaje, el mismo Morellato hace referencia a sus títulos y reconocimientos. La persona que tomó las fotos es Eva Rodríguez. En ellas se observan el grabador sobre el escritorio de la oficina de Morellato y sus ´títulos´, el 8 de mayo de 2004, en la organización Mikael”. El periodista Rodrigo Fernando Sepúlvedavolvió a concurrir al Tribunal para ampliar detalles sobre la entrevista que le hizo al hoy imputado y ex policía del cuerpo de Motorizada de la Provincia por los secuestros de Oscar Ramos y Daniel Iturgay. El audio grabado “lamentablemente se perdió, conservo la transcripción en word y las fotos”.
Explicó: “la desgrabación es una práctica habitual que permite reunir los elementos datados”. Cuestionado por Ariel Civit – abogado defensor de Morellato- el periodista agregó: “Si yo hago una entrevista on the record, a la persona se le avisa. Si yo saco un grabador y queda visible, es porque el entrevistado ha dado su consentimiento”.
El mar de lágrimas
De las personas secuestradas por el Grupo Especial G78, hacia mayo de 1978, sobre el desaparecido Ramón Alberto Sosa es de quien menos fuentes testimoniales se disponen. Olinda Mercedes Narváez -su cuñada y hermana de Elvira Cayetana, su esposa-, dio un panorama sobre los hechos.
Elvira y Alberto se casaron en 1964. Adoptan una nena, Noemí Beatriz. Sosa era encargado de enristradas de ajo en la zona de Luján. Vivían en Dorrego, en un departamentito de calle Laprida, parte de la casa del padre de las Narváez donde también vivía Olinda, que los días previos al secuestro de su cuñado notó en varias oportunidades la presencia de “linyeras” en las inmediaciones del domicilio. A las 10.15 del domingo 28 de mayo de 1978, “Alberto salió por una enristrada. ´Vuelvo a las doce para hacer el asado, preparen el fuego´ nos dijo. Pasó el tiempo y no llegaba. A la noche acompañé a mi hermana a hacer la denuncia en la Comisaría 25, ´vaya a buscarlo al hospital´ le dijeron. Meses después fuimos al VIII Comando, donde un soldado le hizo muchas preguntas, si sabía que el marido andaba en política, si sabía que era montonero, que en mi casa se hacían reuniones, que andaba llevando cosas, que le decían ´Felipe´ y que lo habían matado y encontrado en los hornos de ladrillos de Las Heras. Mi hermana salió descompuesta, llegamos a la casa en un mar de lágrimas”.
Todo lo que las hermanas Narváez lograron reconstruir sobre el destino de Alberto Sosa fue en base al único aporte de un testigo presencial de los hechos, vecino de calle Adolfo Calle: “en la parada del trole -usado con frecuencia por Sosa para ir a trabajar- a la vuelta de Laprida, entre San Juan de Dios y Espejo, fue levantado por un automóvil particular. Entendimos que lo habían matado”.
Comunicaciones de Puebla y Migno
Solamente tres de las veintiocho personas por las cuales se busca justicia en el presente proceso están vivas. Uno de ellos es el militante y dirigente político Roberto Edmundo Vélez, detenido en 1976, y quien abrió la ronda testimonial en relación a la Causa 076-M. Por ella están imputados Ramón Ángel Puebla -jefe de la VIII Compañía de Comunicaciones de montaña durante la represión- y Dardo Migno Pipaon -encargado del “Lugar de reunión de detenidos”, es decir, efectivamente el Centro clandestino de detención y torturas de esa dependencia militar-, ya condenado por otras causas. Los procesamientos de Puebla y Migno -que presenciaron la audiencia vía teleconferencia desde Comodoro Py y Rosario respectivamente- están relacionados a las privaciones ilegítimas de la libertad de Martín Ignacio Lecea -fallecido-, de Oscar Martín Guidone, y del mismo Vélez, como surge de la lectura de los hechos:
El 2 de junio de 1976, Oscar Guidone, estudiante de cuarto año de Medicina fue privado de su libertad por un grupo de diez militares armados, a bordo de tres camiones del Ejército, de la casa familiar en la que vivía con sus padres en Luján. Interrogado por un mimeógrafo, Guidone fue maniatado, vendado y trasladado en uno de los camiones a la VIII Compañía de Comunicaciones de montaña, donde recibió una sesión de ablande con puñetazos de boxeo en el “Lugar de Reunión de detenidos”. A los tres días fue colgado con los brazos abiertos contra una pared y golpeado durante horas en el abdomen. Al ser regresado a la cuadra se desmayó y por insistencia de sus compañeros lo remitieron al Hospital Militar donde el doctor Linio Pradella le produce la extirpación del bazo y permanece veinte días internado. En rehabilitación fue encerrado en una celda donde se le hizo un simulacro de fusilamiento bajo amenazas de eliminar a su familia y fue atado a una mesa y picaneado durante dos horas bajo tal intensidad eléctrica que su cuerpo se contrajo y cortó las cadenas que lo mantenían ligado.
En dependencias de la Compañía se le autorizó a casarse con su compañera Carmen Edith Prado, en presencia de Dardo Migno y en su oficina. También estuvieron presentes el capellán Monseñor Rafael Rey -que ofició una misa- y personal del Registro Civil. Antes de la “ceremonia” Guidone había sido vez golpeado una vez más. En septiembre de 1976 fue trasladado a la U9 de La Plata y el 20 de agosto de 1978 puesto en libertad. Su padre había fallecido en abril del año anterior.
Martín Lecea y Roberto Vélez -ambos militantes del Partido Comunista- fueron detenidos ilegalmente el 9 de agosto de 1976 en la esquina de calles Patricias Mendocinas y Echeverría de Godoy Cruz por un grupo de policías que los llevaron a la comisaría 34 de Almirante Brown -bajo órbita de la 7ma- donde fueron interrogados en relación a su militancia política. Una vez en la comisaría 7ma permanecieron tres días, en tanto se realizó un allanamiento ilegal al domicilio de Lecea. Fueron trasladados a Comunicaciones donde los golpearon y torturaron con saña. Lecea fue liberado el 7 de marzo de 1977 y Vélez el 24 de diciembre del 76, ambos previo paso por el pabellón para presos políticos del Penal Provincial y el pabellón 11 -de máxima seguridad- de la U9 de La Plata.
Denunciar el plan
“Conocí personalmente a Migno, fui prisionero en el campo de concentración que él dirigía”, señaló en la apertura de su testimonio Roberto Edmundo Vélez, sociólogo, víctima querellante, también testigo en el juicio anterior. A partir de allí hizo un exhaustivo y preciso recuento de los antecedentes de persecución política que precedieron a su secuestro; las responsabilidades de los represores de la estructura del Ejército respecto a los graves daños infligidos a él y sus compañeros; y las denuncias sobre violencia sistemática en Comunicaciones y en el Penal Provincial. “Estos hechos los denuncié hace treinta años. Lo del 9 de agosto de 1976 no es algo aislado, forma parte de una estructura que venía funcionando, una persecución política que no era nueva, un contexto de antecedentes en que se produce mi detención:
“En la etapa de terrorismo con apoyo estatal, al frente de Santuccione -jefe de Aeronáutica con control de la Policía Provincial-, el 24 de octubre de 1975 hubo un atentado con explosivos en mi casa, a las dos de la mañana. Yo trabajaba en la bodega Quirós, en Maipú. Los servicios de Inteligencia del Ejército que tenían el manejo de la zona detectaron mi presencia, lo que les era inconveniente. Me despidieron, confirmado por los dueños que eran hermanos: ´el Ejército nos exige tu salida´. El Sindicato Vitivinícola de la bodega Giol -SOEVA- resistía la privatización de la bodega. A fines del 76 asesinaron a los dirigentes Antonio García y Héctor Brizuela”.
“A mediados de 1976 -como a centenares de compañeros docentes y no docentes- me expulsan de la Universidad Nacional de Cuyo. El 30 de junio de ese año, en otro atentado terrorista con explosivos en mi casa, desmantelaron y saquearon todo, desde las cucharitas de café -que terminaron en el destacamento Almirante Brown de donde eran los policías actuantes en el procedimiento digitado desde la seccional 7ma.- hasta los pañales de mi hijo de un año. No me dejaron entrar y era mi casa. Naturalmente entré. Cuando salí me detuvieron junto con mi suegro. Ni ellos mismos tenían argumentos para mantenerme recluido, me liberaron”.
“El 9 de agosto nos detienen con mi compañero Martín Lecea, en la esquina de calles Echeverría y Patricias Mendocinas. Un jeep policial nos lleva a la Seccional 7ma. En forma separada nos negamos a los interrogatorios: ´Lo que nosotros preguntamos se los van a sacar de otra manera´, nos advirtieron. A media mañana nos trasladan a la Compañía de Comunicaciones. En ese lapso noté que conversaban con Martín, querían allanar su casa en búsqueda de un mimeógrafo. Él accede si le permiten ir con ellos. Efectivamente fue así y eso posibilitó que la familia supiese que estábamos detenidos. Hecho que luego en la tortura, algunos de los interrogadores, descalificaban como la impericia policial la noche del operativo porque la familia estaba en conocimiento. El chofer del jeep conocía a Lecea, nos trajo unas mantas y la familia se enteró inmediatamente de las detenciones. Si no, el desenlace hubiese sido otro”.
“Desde que pude hablar hasta el presente, la verdad puede cotejarse en todas mis declaraciones: Nos encerraron en los calabozos de la guardia. Dos, tres días, sin abrigo ni alimento ni agua. Aprendí a dormir parado por el frío, lo que me molestaba eran las piedritas de la pared que me dañaban la frente. Un día por un agujero vi a Martín sentado en una silla en la celda de al lado, suboficiales lo ataban, vendaban y se lo llevaban. Supuse que era la perspectiva que me esperaba. A la media hora me tocó vivir lo mismo que él. Me subieron a un camión Unimov, divisé los borceguíes y la ropa de combate, dieron varias vueltas para desorientar. Me colgaron en una pared con los pies colgando. Sin preguntarme nada -¿para qué? si sabían todo- cayeron golpes de todos lados, de muchas personas. Me tiraron dentro de un edificio, me sentía solo y muy mal. Oí una radio que aumentaba de volumen y los gritos de mi compañero. No había alternativas, me aflojé las vendas, descubrí la habitación con sangre en las paredes, intenté escapar. Logré treparme, la diagonal me daba el cerro de la Gloria. Me caí, volví a saltar, volví a caer, se dieron cuenta, otra pateadura”.
“Los tratamientos de tortura se repetían día tras día: La tercera vez, vendado y desorientado, me metí en el auto particular de uno de los torturadores. Hizo que se enojaba para justificar lo que hacían, dentro del auto me pegaban con las culatas de los revólveres, inventaban cosas y pegaban. Me llevaron al mismo lugar que a Martín. Tenemos un mecanismo en el cerebro que nos resguarda del terror, pero es necesario recordar los procedimientos más allá de lo sistemático de la aplicación de picana eléctrica: por ejemplo, dos tipos me tomaban por los brazos, ordenaban correr, lo hacían conmigo hasta que me estrellaba contra una pared o el canto de una puerta. El objetivo era trastornar la personalidad. Transformarnos en algo menos que un animal para anular la capacidad de resistencia, estos eran los procedimientos de esta gente”.
“Hubo otras sesiones de tortura, venían los malos. Pagella, que hacía el bueno, estaría mirando. Un día me trasladaron a pie hasta el barranco de Comunicaciones. Éramos 120 prisioneros en un campo de concentración perimetrado con alambre de púas y custodias armadas. Pensé que la tortura se terminaba. ´No´ -me advirtieron mis compañeros- ´acá no se acaba, nos sacan y llevan a torturar afuera´. Era la impunidad absoluta, parte del tratamiento consistía en que los otros compañeros supieran que nos llevaban. Yo seguía en el PC y funcionábamos como tal dentro del presidio. Una noche trajeron a Bustelo, lo tiraron como una bolsa de papas. Al otro día el Ángel se entrevista con Migno por la ficha de ingreso que medio nos blanqueaba. Ahí denuncia todo lo que le habíamos contado, Migno se enoja y lo castiga. Entonces yo abracé a Raúl Raconto -compañero de mi padre que estaba ingresando- e insulté al suboficial que me impedía hacerlo. Nos pasaron a la Penitenciaría con Bustelo, al pabellón 11, como jefes de la guerrilla. Vino un tratamiento diferente. Y un sufrimiento diferente también”, dijo Roberto Vélez anticipando las condiciones infrahumanas a las que fue sometido en las diversas prisiones.
Respecto a la estructura y responsables del Lugar de Reunión de Detenidos -LRD- en Comunicaciones, Vélez detalló: “Era un campo de concentración donde se torturaba gente. Para la tortura había lugares específicos y los militares tenían roles diferenciados. Migno era el jefe de todo, el que estaba a cargo nuestro, sabe que estuve en el calabozo de la guardia, sabe todo. Era un oficial joven, envalentonado, que quería atropellar el mundo. Ese oficial soberbio, prepotente, maleducado, sin consideración por la gente, nos confundió. El jefe político y militar de Comunicaciones era Ramón Puebla y su segundo era Largacha, con más mando de tropa. A Largacha lo conozco porque continuó la persecución y discriminación hasta hoy. A través de relaciones de su esposa Laura Ciancio, sigo imposibilitado de dictar clases en Ciencias Políticas”.
“Uno de los torturadores era el sargento ayudante Pagella. Pagella está en todos lados, figura en los expedientes haciendo relaciones con los familiares, manejando inteligencia en los diarios, torturando. Integra la estructura que dirigía Orlando Dopazo, otro militar que dio los nombres de su segundo, Gómez Sáa; del suboficial Viñes; y del soldado Minopio, como integrantes de su grupo de inteligencia. Pagella, que me torturó, tenía como superiores a Dopazo y Gómez Sáa; a Puebla, Largacha y Migno. El bueno del sistema era el suboficial Juan Alberto Peralta, un perverso como todos los que estaban ahí. Jugaba el rol que no podían jugar los otros porque no pegaba, nos entregaba a los torturadores que no veíamos”.
El sobreviviente estableció también planteos y denuncias puntuales en cuanto a la propia historia y a la amplitud del plan represivo:
-Pedido expreso para que la justicia federal encuentre y reintegre los prontuarios policiales suyo y de su padre. Allí constan las décadas de persecución ejercidas por parte de las fuerzas de seguridad contra la víctima.
-La policía de Mendoza no ha suministrado los listados de los colaboradores civiles. Vélez reitera el reclamo.
-A consecuencias de los servicios de Inteligencia del Ejército, en 1971 81 conscriptos del Servicio Militar en Mendoza fueron confinados en condiciones infrahumanas en La Rioja. Vélez estuvo un año desterrado en Nonogasta.
-La presencia policial represiva antes del golpe, con Santuccione como cabeza de la Policía de Mendoza, con el aval del Partido Justicialista, a través de la designación avalada por el interventor Antonio Cafiero y su ratificación consecutiva, de parte de los gobernadores interventores posteriores.
-El rol desestabilizador de Carlos Mendoza -vicegobernador de Alberto Martínez Baca-, que destacaba la necesidad de mantener a Santuccione en el cargo: “Estas presencias no sólo continuaron en dictadura, también cuando se retorna a la democracia. Santuccione fue jefe del Servicio de Inteligencia de Aeronáutica durante el primer gobierno constitucional”.
– La conversación con el torturador: “Un día me sacan las ligaduras y la venda. Se presentó Pagella y me dijo que la Aeronáutica y la Federal tenían mis antecedentes. Aeronáutica tenía mi información porque yo era militante, presidente del centro de estudiantes de la Facultad, donde estaba el hostigamiento de la extrema derecha, la CNU -Concentración Nacional Universitaria-, la Triple A -Alianza Anticomunista Argentina-, las bandas de Santuccione, la Juventud Sindicalista Peronista de Cassia. Miré a la cara a Pagella, le espeté: ´¿Qué pasó con Luis Moriñas?´ Moriñas era un estudiante de Medicina que actuaba en la Tendencia Universitaria Popular Antiimperialista Combatiente -TUPAC- vertiente de Vanguardia Comunista. Sabíamos que lo habían desaparecido. Lo sorprendí. Dijo, ´se nos escapó´. Eso prueba que a Moriñas lo torturaron ellos. Lo hicieron aparecer en Córdoba, lo mató el Ejército».
-Tras la ampliación declaratoria que hizo en la justicia militar, después de la CONADEP, Vélez manifestó a los periodistas que declaraba sólo por responsabilidad ciudadana, que no creía en absoluto en ese proceso: “Luego leo los antecedentes reunidos y me encuentro con que eran los mismos los que instruían esas ampliaciones de los sumarios y los que constituían los juzgados que sentenciaban en secreto a las personas. No me equivoqué. El oficial Hugo Alfredo Soliveres, estuvo primero en el ámbito de la dictadura y luego en democracia. Había integrado en el 77 el Consejo Especial de Guerra. Después se desempeñó como juez instructor militar. Es decir, muchas perspectivas de justicia, con esa justicia, no había”.
Roberto Vélez valoró “acaso la última vez que relate frente a una instancia así”. “Después de todo aquello, todo lo que vivo es tiempo de descuento, quiero una sociedad más justa, que haya libertad, igualdad y fraternidad. Por eso estoy acá. Yo perdono pero no olvido. Las generaciones futuras no tienen que vivir lo que vivieron las nuestras. Estos han sido padecimientos de las familias, de los amigos, de los vecinos, de una sociedad. Tanta gente que hoy no puede contar lo que vivió”.