01-11-2024 | Por videoconferencia prestaron testimonio Mario Santos, delegado gremial del Banco de Previsión Social secuestrado en abril del 76, y Orlando Flores, militante de la Juventud Peronista de San Rafael trasladado al D2 antes del golpe de Estado. La próxima audiencia es el 15 de noviembre a las 9:30.
En la audiencia 32 del 13.° juicio por delitos de lesa humanidad de Mendoza, los dos testigos declararon a la distancia, por videollamada. Primero fue el turno de Mario Santos, quien, a pesar de ya haber declarado en un juicio anterior, aportó muchísimos datos novedosos sobre lugares de detención, perpetradores y modus operandi. Después fue el turno del sanrafaelino Orlando Flores, testigo que también declaró en otros juicios pero ahora aportó detalles del D2, el cautiverio y el funcionamiento conjunto de las fuerzas. Ningún imputado estaba presente en la sala, a pesar de que —a diferencia de la biblioteca donde se venían realizando algunas audiencias— había espacio.
Mario Antonio Santos
A principios de 1976, Mario ocupaba un cargo jerárquico en el Banco de Previsión Social, era delegado general en la Comisión Gremial Interna y trabajaba junto a otras víctimas de este mismo juicio, como Hermes Ocaña, Arturo Galván y Horacio Lucero. Con el golpe de Estado del 24 de marzo, dijo, se empezaron a ver a más oficiales del D2 trabajando como guardias en el banco —habían conformado una cooperativa de seguridad privada, explicó— y muchos empleados comenzaron a ser detenidos. Al poco tiempo, el 6 de abril, esos tres compañeros fueron detenidos y Mario supo que, “por ley, por axioma”, el próximo sería él. Comenzó, por lo tanto, a prepararse para lo que pudiera ocurrir: avisó a su pareja y acordó con la oficina de personal para que le avisaran cuando vinieran a buscarlo, así tenía tiempo de quitarse y guardar sus pertenencias de valor. Finalmente, el 22 de abril lo llamaron a la oficina de personal y, desde ahí, dos oficiales de la policía se lo llevaron. ¿Por qué? No lo supo y no lo sabe.

Tras sacarlo del banco, lo introdujeron en el asiento trasero de un auto y lo trasladaron al Palacio Policial, donde ya llevaba un tiempo funcionando el D2. Ingresó por el estacionamiento a una sala donde le tomaron los datos. Allí, tuvo ganas de fumar. Sin embargo, cuando se disponía a hacerlo, “de un guantazo” le sacaron el cigarrillo de la boca. Fue entonces que Mario entendió que su situación era seria.
El infierno del D2
Ya en las entrañas del edificio, lo metieron en una celda en la que permanecería casi sesenta días recluido. Sin entender muy bien lo que pasaba ni dónde estaba, Mario había ingresado en lo que hoy definió como “un infierno”. Su calabozo era muy pequeño y cuando se quería acostar, no entraba, por lo que tenía que colocar los pies en la puerta. Un día se quedó dormido y los represores, al encontrarlo así, le dieron una paliza. “Había palo por lo que hacías y había palo por lo que no hacías”, dijo el sobreviviente. La comida eran unos mazacotes y un bollo de pan, y les daban tan poco tiempo para comer que tuvo que aprender a sacarle la miga al pan para hacer una especie de cuenco donde vertía la sopa y así poder terminarla después de que le retiraran el plato. Además, no les permitían hablar entre las personas detenidas; si querían hacerlo, tenían que comunicarse en código a través de la mirilla de la puerta. Pero sí podía escuchar los golpes, los atropellos, los gritos del sufrimiento y los sonidos ahogados de las mujeres detenidas cuando se resistían a ser abusadas sexualmente.

Ante esta situación, Santos comentó que tuvo que buscar formas de no perder la cordura. Como era seminarista —había estudiado para cura desde los doce hasta los veinte años—, conocía la meditación y se abocó a ella para evitar tanto sufrimiento. “Creo que fue la herramienta más útil que pude usar para abstraerme del infierno que fue eso. Directamente, me ausenté, me declaré autista”, sentenció. Sin embargo, era difícil abstraerse por completo por las condiciones precarias en las que lo mantenían: casi sin comida y sin agua, y con interrogatorios bajo tortura continuos.
Cuando lo interrogaban, le daban agua en lo que pensó que era un gesto de humanidad. Sin embargo, en el momento en el que le aplicaron la picana eléctrica, se dio cuenta de que lo hidrataban para que la electricidad circulara mejor por su cuerpo. Después de la primera vez, supo que aceptarles el agua no había sido una buena idea.
La tortura, los interrogatorios y los personajes del D2
Los primeros días hubo más interrogatorios, donde le preguntaban por armas, por compañeros y, sobre todo, compañeras de él. Mario había estudiado periodismo y daba clases en la Escuela Superior de Comunicación Colectiva, entonces también lo presionaban para que denunciara la actividad de colegas. En el D2 lo torturaron unas ocho veces, casi siempre dos hombres: uno que fungía de bueno y otro de malo. Siempre que era torturado, estaba vendado y atado a un camastro.

De entre todos los represores con los que tuvo que convivir, recordó a varios por su maldad: el Porteño, el Puntano y los que él llamaba “los Cazadores”: dos oficiales altos y ágiles —uno de ellos, un riojano rubio con las patillas como Facundo Quiroga— que se pavoneaban cada vez que volvían de “cazar” con éxito a alguien. “Los demás eran más segundones”, dijo, “malísimos, pero segundones”.
En su testimonio, Mario Santos hizo mención especial a un “ser perverso” que en los interrogatorios hacía de policía bueno y que siempre estaba acompañado de otro que le seguía la pantomima. Se trataba de un suboficial de aeronáutica de apellido Pagella que también formaba parte de la inteligencia del Ejército y mientras interrogaba a Mario en el D2, se infiltró en su familia. Se acercó primero a su hermana, quien tenía una zapatería en Godoy Cruz, para darle noticias del sufrimiento de su hermano y convencerla de que, gracias a él, Mario seguía vivo. Con el tiempo, la familia comenzó a invitarlo a almorzar y a contarle anécdotas de la vida de Mario. Así, con estos nuevos datos de su vida, Pagella luego buscaba ganarse su confianza durante los interrogatorios para sacarle información. Con este suboficial, Mario se volvería a encontrar en su siguiente lugar de reclusión, la Compañía de Comunicaciones de Montaña 8.
En todo su tiempo detenido en el D2, solo recibió una visita exprés de su hermana, su pareja y su hijo. Mario pudo ver al niño en el día de su tercer cumpleaños gracias a que su mujer convenció a un agente de seguridad del banco que también trabajaba en el D2 para que lo llevara a visitarlo. Cuando lo sacaron de la celda y lo condujeron a una salita a encontrarse con su hijo, por la vergüenza de que lo viera en esas condiciones tan lamentables, le pidió al oficial que lo sacara de allí: “Llevátelo, no quiero que me vea así”. El policía, de manera desafiante, le puso una pistola en la cabeza al niño y a los segundos la bajó.

Como corolario, respondiendo a las preguntas de la fiscalía una vez concluido su relato, el testigo contó que cuando lo llevaban a la sala de tortura del D2 —vendado y con la cara apuntando a la pared—, a veces se cruzaba a gente que circulaba por el edificio. También comentó que, por el tiempo que pasó detenido allí y por lo acostumbrado que estaba al ruido del ambiente, pudo llegar a saber cuándo era día laboral, cuándo trabajaba la administración y cuándo era fin de semana.
La Compañía de Comunicaciones de Montaña 8: “El campo de concentración”
Tras casi dos meses en el D2, en junio, fue trasladado a la Compañía de Comunicaciones de Montaña 8, donde fue interrogado en reiteradas ocasiones —entre cinco y seis veces— por el mismo suboficial que lo había interrogado en el D2. “Comunicaciones era el campo de concentración”, sentenció. En esta dependencia, permaneció recluido hasta septiembre, tiempo durante el cual tuvo un breve encuentro con su hermana promovido por Pagella, quien buscaba ganarse su confianza. Así, un día lo subieron vendado a un auto y, luego de llevarlo a dar vueltas para confundirlo, lo bajaron y lo guiaron a través de una escalinata —cosa que nunca había hecho en la Compañía de Comunicaciones— a una sala subterránea.
Allí, aún vendado, escuchó una risa de mujer y, acto seguido, sintió que alguien lo besaba, lo que, en un principio, le pareció sumamente desagradable. Cuando se sacó la venda, se encontró con su hermana. Sin embargo, no pudo disfrutar del reencuentro porque al ver el lugar en el que estaba, se encontró con cables pelados que salían del caño de la luz, algodón, residuos de enfermería y manchas de sangre en toda la pared. Se asustó y, desesperado, le dijo a su hermana que se fueran porque parecía que querían matarlo, que esos cables pelados eran los que usaban para picanear a la gente. Cuando salieron del “búnker”, se encontraron con Pagella y con otro hombre, quienes lo vendaron casi inmediatamente. A pesar de esto, Mario pudo ver alrededor, se dio cuenta de que estaban detrás del Hospital Militar y no le quedaron dudas de que se trataba de un centro clandestino de detención.
Al finalizar su testimonio, el abogado oficial de la defensa le preguntó a Santos por la razón de su resguardo todo este tiempo al momento de narrar este hecho, a lo que Mario respondió: “No tengo ganas de que me maten, eso es todo”.
Tras su paso por la Compañía de Comunicaciones de Montaña 8, fue trasladado a la penitenciaría de Mendoza, donde permaneció detenido hasta su liberación el 24 de diciembre de 1976.
Orlando Flores: de San Rafael al D2
El segundo testigo de la jornada fue Orlando Alfredo Flores, quien también participó de manera remota, por videollamada. Ya ha declarado anteriormente, en la instrucción de un proceso en San Rafael y en dos juicios orales y públicos: el juicio a los jueces en Mendoza y otro tramitado en San Rafael. En esta ocasión, y por el objeto de este proceso, le pidieron que relatara su cautiverio y detallara, particularmente, el tramo del D2. Guiado por la fiscal Analía Quintar, el testigo inició su relato.

Para 1976, Orlando Flores trabajaba en una empresa constructora en San Rafael y hacia fines de febrero, al cobrar la quincena, pidió permiso para viajar a Mendoza a visitar a su entonces novia y actual esposa. A su regreso, la madrugada del 25 al 26 de febrero, un operativo conjunto del Ejército e Infantería ingresó a su vivienda, tiró abajo la puerta de su habitación y se lo llevó esposado. Toda su familia estaba presente: sus hermanas Estela Haydeé, Alicia Gladys, Mabel Marilú, Hilda Yolanda y su hermano, Pedro Osvaldo; su padre y su madre, Pedro e Isabel, y sus sobrinos y sobrina, Pedro, Alexis y Noelia Benedetti (el más grande tenía cinco años y la más pequeña, uno).
A Orlando lo arrojaron en una especie de camión celular que Infantería usaba para traslados, al que comúnmente llamaban “cuartito azul”. Había otros compañeros esposados, boca abajo y uno arriba de otro. No entraba nadie más. En otro vehículo se llevaron al papá de Orlando, a su mamá, a su hermana mayor —Estela—, y a los niños y la niña pequeña. Todo el grupo de personas fue llevado a Investigaciones y la familia Flores fue liberada el mediodía del 26 y él, alrededor de las 14:00.
Volvió a su casa, almorzó y preparó una mediatarde para llevarles a sus compañeros detenidos en Infantería. Entre ellos nombró a Juan Carlos Berón, Luis Abelardo Berón, Jorge Valentín Berón, Emilio Rosales, Roberto Rosales, Nilo Lucas Torrejón y Vitalio Acuña. Al salir de su casa, dos oficiales lo interceptaron —conocía a uno de ellos, Labarta— y le dijeron que fuera a la Regional II a hablar con Stuhldreher. Flores llevó el café con leche y los sánguches a los muchachos y, con total ingenuidad, les hizo caso a los policías: “No caía en la gravedad de la situación”, confesó.
Cautiverio en San Rafael
En la Regional II, apenas se presentó, lo agarraron de los pelos, lo arrojaron hacia adentro y se dio cuenta de que todo pasaba a mayores. A la noche lo vendaron, lo sacaron de ahí y lo llevaron a Infantería con el resto de sus compañeros. Había otras personas, un hombre de 70 años, otro de apellido Ríos y Santiago Illa, recordó. Permanecieron parados, mirando la pared y con las manos atadas hasta el día siguiente, y se descompensaban por la sed, el hambre y el calor.

Luego los trasladaron a una construcción muy vieja, con dos habitaciones de adobe, donde estuvieron una semana maniatados y vendados, con dos guardias del Ejército uniformados y armados. Recuerda que allí estuvo con Aldo Javier Fagetti, compañero de la Juventud Peronista, como todos los demás. Alrededor del 2 de marzo los volvieron a trasladar, pero esta vez a la Ciudad de Mendoza y en el trayecto sufrieron todo tipo de agresiones.
Cautiverio en Mendoza
Supo después que el lugar al que llegaron era el D2. Ingresaron por el costado, los depositaron en una sala, les tomaron datos A esa altura recuerda haber estado con los hermanos Rosales, los hermanos Berón, Torrejón e Illa. Los hicieron bajar por una escalera a una especie de sótano y encerraron a cada uno en un calabozo distinto. Dijo que el trato era verdaderamente degradante: “Es muy penoso relatar lo que uno sufre ahí adentro y la calidad de gente… Cómo nos trataron, no se les puede decir gente. Inhumanos”. No les permitían ir al baño, les tiraban la comida en las manos. En otra celda había dos mujeres y en un momento quedó solo una. Se llamaba Adriana, les dijo, y un día que lograron abrir las celdas para ir al baño, la vieron también a ella.

En dos ocasiones lo sacaron para interrogarlo. Le preguntaban si era de Montoneros, del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) y qué sabía de la guerrilla. Él les respondía que militaba en la Juventud Peronista (JP), pero solo tenían reuniones en la sede, se informaban de lo que pasaba, analizaban la situación del país y hacían actividades con la gente que más lo necesitaba. Siempre intentaban charlar con las personas sobre la situación política, para que no se dejaran engañar con discursos vacíos. Esa respuesta le valía patadas y golpes de los interrogadores. Se escuchaba gente afuera y muchos gritos. Todo el tiempo que estuvo en el D2, permaneció incomunicado y, para su familia, estaba desaparecido.
El 16 de marzo del 76 los trasladaron a la penitenciaría, donde otros compañeros les dieron lapicera y papel para que pudieran escribir a sus casas y avisar que estaban vivos. Ya cerca del golpe del 24 de marzo, los ubicaron a todos en el pabellón 11, de presos políticos, y ahí sí dejaron de tener contacto con el afuera. “Estábamos presos por pensar distinto nada más”, reflexionó. Recordó que en abril le dijeron a Santiago Illa que recogiera sus pertenencias para irse en libertad, pero lo cierto es que nunca más lo vio nadie y supieron después que estaba desaparecido.
Último traslado y liberación
De la cárcel de Mendoza recordó también que el 24 de junio a la madrugada llegó el Ejército y los sacaron al patio desnudos a pesar de que hasta caía escarcha por el frío que hacía. Los presos fueron sometidos a vejámenes de todo tipo, los humillaron y los golpearon con palos violentamente. Flores recordó que en septiembre se llevaron a un grupo grande a la Unidad 9 de La Plata, pero a él lo trasladaron recién en marzo del 77, con tres compañeros más. El avión Hércules partió desde el plumerillo y ese viaje fue, como refieren otros testimonios, tortuoso: patadas, golpes, pisadas, palazos, cabezas al suelo, amenazas de arrojarlos al vacío parados al borde de la puerta abierta. En el penal bonaerense los recibieron con más golpes.
Nunca supo por qué estaba detenido, pero el 7 de abril de 1977 le comunicaron que dejaba de estar a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y le dieron la libertad.
La próxima audiencia será el viernes 15 de noviembre a las 9:30.